La modernidad como rutina
La frialdad ganó la partida a la emoción en la apertura, anteayer, de la temporada operística del Liceo con el estreno de una nueva producción de La clemenza di Tito, de Mozart, que fue acogido con discreción por el público. No puede hablarse, en absoluto, de fracaso: agradaron mucho más las voces y la dirección musical de Sebastian Weigle que la futurista puesta en escena firmada por Francisco Negrín, pero eso ya pasa muy a menudo en el coliseo lírico barcelonés, y, ante similar calidad musical, la respuesta del público es mucho más cálida. ¿Las causas? Hay varias.
De entrada, hay que reconocer que el título escogido, un Mozart crepuscular, estrenado en Praga el 6 de septiembre de 1791, tres meses antes de su muerte, nunca ha gozado del favor del público, y menos si se compara con su genial trilogía con el libretista Lorenzo da Ponte. Contiene música bellísima, del mejor Mozart, de una expresividad que ya no casa con las rígidas y trasnochadas convenciones de la ópera seria que atenazan un aburrido libreto, basado en una alegórica pieza de Metastasio sobre la bondad del emperador Tito.
Con tan pobre andamiaje teatral, no pueden hacerse grandes cosas. Francisco Negrín opta por encerrar los personajes en un futurista espacio que parte del pasado -la monumental escenografía de Es Devlin, de diseño futurista, tan gélido como el intemporal vestuario de Louis Desiré, muestra el plano de una casa de Pompeya, en posición vertical- para emprender un confuso viaje iniciático hacia no se sabe dónde. Lejos de impactar, ese afán de modernizar la ambientación de las óperas, tan recurrente ya en el Liceo, agota la capacidad de sorpresa del público. La modernidad como rutina también pasa factura.
La dirección de Sebastian Weigle, muy pendiente de la tensión dramática y puntilloso a la hora de dar relieve a una escritura orquestal cuajada de sublimes detalles, resultó demasiado enérgica, más teutónica que vienesa, y menos cómoda para las voces. La orquesta, disciplinada y atenta a sus indicaciones, respondió a buen nivel, pero el volumen resultó excesivo para un equipo de voces muy musicales pero no demasiado potentes. En el papel titular, el tenor suizo Michael Schade lució medios líricos muy livianos, sólida técnica y dominio del estilo mozartiano, pero sin gran relieve dramático. Las voces femeninas, que dominan la obra, dieron más alegrías. Con desbordante expresividad, la mezzosoprano búlgara Vesselina Kasarova sacó buen partido a las bellísimas arias del noble Sesto, el papel más agradecido de la ópera. En su canto sobraron algunos cambios de color y efectos barroquizantes fuera de estilo, pero no por ello dejó de llevarse los más intensos aplausos de la velada. Por su parte, la soprano francesa Véronique Gens, colosal como actriz -hasta lució su esbelta figura dándose un baño en biquini-, no se arrugó ante las dificultades de la volcánica Vitellia. Anda corta de graves en los momentos más dramáticos, pero su línea de canto es exquisita. Completaron el reparto con acierto la mezzo italiana Marianna Pizzolato (estupendo Annio), la soprano española Ofelia Sala (expresiva Servilia) y el barítono-bajo italiano Umberto Chiummo (Publio).
Babelia
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