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Columna
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Europa toca a su fin

Andrés Ortega

La última ampliación de la UE se hizo mal, cuando la Unión no estaba preparada para tal digestión ni muchos de los 10 nuevos miembros tampoco, ni creían realmente en el proyecto. La siguiente y última, por ahora, a Rumania y Bulgaria, también se está enfocando de forma errónea. El resultado puede ser una Unión vasta, pero paralizada, con unos niveles de exigencia democrática rebajados, pero eso sí, con unos límites exteriores más definidos. ¿O no?

En 2004, con el llamado Big Bang, ingresaron de golpe 10 nuevos miembros, tras abandonarse súbitamente la política del "cada cual según sus méritos". Ahora la Comisión ha dado la luz verde para que ingresen Bulgaria y Rumania el próximo 1 de enero, pero con un nivel de desconfianza sin precedentes, a la luz de las medidas de control y precaución que se toman respecto a corrupción, crimen organizado y uso de los fondos comunitarios. La UE ha rebajado excesivamente sus exigencias. ¿Quién se acuerda ya que en 2000 se tomaron unas, por otra parte, ridículas, sanciones diplomáticas contra Austria porque el partido derechista de Haider había entrado en su Gobierno? Claro que todo esto palidece ante la nueva ley sobre trato a los terroristas aprobada por el Congreso estadounidense, que echa por tierra el Estado de derecho. ¿Es parte de una tendencia más general?

La Unión anda desorientada y desganada de más integración desde el fracaso de la Constitución Europea en Francia y Holanda; o incluso antes, desde el Tratado de Amsterdam, cerrado en falso en 1997. La hazaña del euro dejó paso a que casi todos miraran hacia dentro, hacia sus ombligos o sus intereses nacionales, que, en ausencia de europeos, son los únicos que hay. Ejemplo, la energía, donde no hay política común (la Constitución debía contribuir a ponerla en marcha) con lo que prima la visión nacional, directamente o por empresas interpuestas. Los nuevos dirigentes tienden a ensimismarse. Blair ha sido el gran europeísta británico, pero poco ha hecho por Europa, salvo en lo militar. A Brown, no le interesa.

Tampoco hay política común de inmigración. No sería de sorprender que en su ausencia, y con la lucha contra el terrorismo y el crimen organizado que se han aprovechado de la desaparición de las fronteras internas, éstas resurgieran. El 25 de marzo cumplirá su cincuentenario el Tratado de Roma, en un clima deplorable, para salir del cual, de poco servirá mirar hacia atrás, pues eso las nuevas generaciones lo dan por supuesto, pese a que nada sea irreversible.

El presidente de la Comisión, Durão Barroso, ha reflejado un sentir muy generalizado en la UE al pedir una pausa en la ampliación tras el ingreso de Bulgaria y Rumania, lo que, al menos temporalmente, define los confines de la UE: los de los 27. Croacia tendrá que esperar, y más allá, nada. Esta perspectiva, o falta de perspectiva, puede agudizar la crisis existencial que está viviendo Turquía. Es bueno definir los fines y confines de Europa pero no con tal brusquedad. Probablemente el papel de Turquía no esté en la UE, sino con la UE, pero ese mensaje se debía haber pasado antes o después, no ahora.

De todas formas, las fronteras exteriores de la UE no están claras. Suiza no es miembro, pero pertenece al espacio Schengen. Hoy la política de inmigración se ha de llevar ya no a Marruecos sino a Senegal, o incluso a Pakistán. Moisés Naim ha explicado cómo el control de fronteras de EE UU, en su lucha contra el terrorismo, se ha desplazado a Rotterdam u otros lugares. En realidad, no es nuevo. Durante la Guerra Fría, EE UU adoptó el concepto de defensa adelantada: su seguridad se aseguraba en la frontera entre las dos Alemanias o en Turquía (incluso llegó a creer que en Vietnam). Siempre ha intentado sacar la amenaza de su territorio. También tras el 11-S, con Irak. En algún caso esas líneas avanzadas retroceden, como ha ocurrido con la retirada americana el sábado, de la base de Keflavik (Islandia), tras 50 años de presencia militar en un país sin Ejército, que no pertenece a la UE.

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