El álbum de la Noche en Blanco
Los fotógrafos Isabel Muñoz y Pablo Pérez Mínguez retrataron a cientos de madrileños en estudios improvisados
Desplegaron tela y ciclorama para crear fondo y ambiente, y no pararon de disparar. Los fotógrafos Isabel Muñoz y Pablo Pérez Mínguez trabajaron la Noche en Blanco a fondo. Inmortalizaron a centenares de modelos improvisados, al público, a la riada trasnochada que visitó sus exposiciones en el Centro Cultural de la Villa (Isabel Muñoz) y en el Cuartel de Conde Duque (Mi movida). A golpe de flash, los más animados y pacientes pasaron de espectadores a modelos, dieron el salto de la carne y hueso al papel, y se llevaron a casa sus fotos de artista. Las exposiciones, por unas horas, se convirtieron en taller y en fiesta. El resultado: un mosaico de rostros y poses de esta ciudad.
A Isabel Muñoz el sábado le hablaron de amor clandestino, de desamor, de lazos filiales y hasta de sadomasoquismo. El título de su propuesta, Díselo, incitaba a ello: se trataba de expresar un gesto de amor ante la cámara. Nacida en Barcelona, Muñoz llegó a Madrid por amor -"vine cuando me casé"- y fue en esta ciudad donde acabó de descubrir su gran pasión: la fotografía.
La muestra retrospectiva organizada por la editorial Lunwerg y el Ayuntamiento, ofrece un recorrido por su obra desde finales de los ochenta hasta la actualidad. El pasado sábado en seis horas recibió más de 7.700 visitas, un récord difícil de superar antes de que cierre sus puertas el 29 de octubre.
"Fue como volver a los fotógrafos antiguos de las fiestas, como una fotógrafa ambulante que se monta su pequeño rincón. Ha sido increíble. La gente venía a compartir un secreto con una generosidad impresionante. La sensación fue la de volver a escuchar historias como cuando era pequeña", explicaba esta semana, superado ya el atracón fotográfico.
Era la Noche en Blanco, pero Muñoz apostó por el negro para la tela de fondo. Una tela como las que emplea en todas sus sesiones, frente a la que han posado desde los miembros de las maras centroamericanas, hasta los guerreros de tribus etíopes. "Ya nunca viajo sin ellas. La localización de un trabajo es muy importante y hay veces que no las encuentras, así que la tela te ayuda; aparentemente es neutra, pero no lo es".
Sobre ese fondo liso e intencionado, Muñoz aisló más de 70 gestos relacionados con el amor durante cinco horas. "El retrato pretendía ser una forma de decir te quiero o nos queremos". El primero que tomó, el de una madre que hacía seis años que había perdido a su hijo. El último, un chico que ofrecía "su energía" al mundo. Entre medias hubo parejas, padres e hijos, o gente que hablaba de desamor: "Ellos tenían que pensar en algo y ofrecían su simbología personal: un anillo, una piruleta o un cinturón, todo tenía un significado", recuerda. A ella no le gusta robar con su objetivo: "Me gusta la complicidad y sentir que a la otra persona le gusta dar".
Dice Muñoz que imbuida en el trabajo no sintió ni frío, ni calor y que decidió ampliar media hora más la frenética sesión. "A las tres llegó una persona ciega a la exposición y me pareció precioso". Disfrutó de la parte espontánea de este encuentro con un público que pasaba a ser sujeto. "La sensación esa noche es que podía ser de día. La gente se unió con solidaridad a través de la cultura y en un mundo tan individualista como el nuestro, se respiraba amor".
Pablo Pérez-Mínguez debió sentir que algo de eso había también en el ambiente del Cuartel de Conde Duque cuando animaba a las parejas que posaban frente al ciclorama de la película Laberinto de Pasiones, de Almodóvar. "Subía una pareja, y es que lo estaban deseando. Yo les decía: 'venga daros un beso', y ¡buah! se lanzaban a ello y el público aplaudía".
Lo suyo fue una photo-party en toda regla con música ochentera de fondo. Los visitantes de su exposición Mi movida -abierta hasta el 8 de octubre- recogían un número a la entrada. Él los iba cantando y por allí iban desfilando y posando, "como en la carnicería". Los que querían podían coger alguna de las palabras o frases dispuestas en una mesa.
Luego, con el mismo número se recogían la copia que salía de una de las impresoras. "Me sentía choricero. El público cada vez más cerca de mí. La gente se enrolló muchísimo. Mis sesiones siempre son happenings. No fue un fotomatón, fue una fiesta. El público participaba y los modelos... no había que motivarles venían con cachondeíto", explica divertido este madrileño de pro. Lo suyo, asegura, es "la doble efe: foto y fiesta".
Una tapadera
Así que PPM se define como un photopartista. Dice que la primera sesión que montó fue en 1972, aunque la más conocida fue la que organizó en Rock-Ola en 1983. "La llamamos Fot-Ola y en vez de música en directo había fotos en vivo. Para mí la fotografía es un espectáculo, una tapadera para conocer gente". Cuenta que de pequeño asociaba la viaja cámara de su padre a la mañana de Reyes, a los cumpleaños, a la felicidad: "Cuando se guardaba la cámara, volvía la vida normal. Quizá por eso me hice fotógrafo. Una cámara cambia la vida".
Sus impresiones de la Noche en Blanco le devuelven de alguna manera a la movida. "Había gente superelegante, matrimonios mayores y macarras. Mezcla de intelectuales e incultos, filósofos y chulos, y todos cogieron la calle. Había cultura, fiesta, cerveza, ganas de participar... A lo mejor por eso soy madrileño. Como buen ecléctico cuanta más mezcla, más reino".
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