A la hora de salir de la cárcel
España es el país europeo con mayor número de presos por población. Cuando uno de ellos sale de prisión se enfrenta a una realidad para la que muchas veces no está preparado; ni él, ni la sociedad que le debería acoger. Tres vidas en proceso de reinserción
Cuando un preso sale de la cárcel tras haber cumplido condena, inicia un proceso de reinserción para el cual, muchas veces, ni la sociedad ni él están preparados. Un complejo camino cuya meta es que la persona que ha delinquido y ha sido castigada por ello obtenga las herramientas necesarias para reintegrarse en la sociedad. Una tarea nada fácil y que afecta a muchos. España, con 62.794 presos, es, desde mayo, el país europeo con mayor número de reclusos por población (14 de cada 10.000).
"Hay muchos chavales encarcelados que se merecen otra oportunidad; si se les cierran las puertas, probablemente volverán a delinquir cuando salgan. Además, ellos tienen ganas de trabajar y de tener una vida normal". Eduardo Torres Villar sabe de lo que habla. Lleva seis años y cinco meses en prisión y, como dice, ha visto mucho. Él es uno de los pocos afortunados que han podido tener esa segunda oportunidad. Parques y Jardines, una empresa de mantenimiento de zonas verdes, le ha contratado a pesar de encontrarse en prisión. Según dice, esto le ha cambiado la vida. "El trabajo aquí lo es todo. Estuve deprimido hasta que empecé a trabajar. Ahora veo que hay vida fuera". Para Eduardo supone el primer paso de regreso a la sociedad de la que hace mucho se apartó. Algo que anhela tanto como teme. Si todo va bien, en ocho meses obtendrá el tercer grado y sólo irá a la cárcel a dormir.
Tener un trabajo, una pareja o una familia fuera son condiciones imprescindibles para facilitar la reinserción de la población reclusa. Sin embargo, nada garantiza que el proceso sea un éxito. El camino hasta volver a ser uno más es largo y complejo. Hay otros muchos factores que inciden. Cuando las penas han sido largas, la mayoría de presos han pasado mucho tiempo sin trabajar ni formarse -si es que antes lo hicieron-, y esto añade dificultades a la hora de volver a vivir en comunidad. Si se añade que retornan a su ambiente habitual con los mismos problemas de antaño, no es de extrañar que la reincidencia sea de más de un 30%. "Es verdad que a veces descorazona ver estos datos", explican en CIRE (Centro de Iniciativas para la Reinserción), "pero sólo por los casos en que funciona, vale la pena".
Quienes trabajan para posibilitar el proceso de reinserción social y laboral de los presos apuntan a que éste debe comenzar mucho antes del regreso. Realizar cursos, talleres o trabajos dentro de prisión ayuda a obtener una formación, aunque sea básica, y a adquirir responsabilidades y nuevos hábitos. "Imprescindible es que sea antes de obtener el tercer grado, así podrán habituarse a las exigencias del exterior", explica Betsabé, técnica de inserción referente de la prisión de Quatre Camins (La Roca del Vallés, Barcelona). La falta de hábitos, de constancia, de contención y la baja autoestima son las carencias más frecuentes entre los internos que salen a la calle. "Hay que tener en cuenta que se les ha privado de autonomía durante mucho tiempo, y ésta se les tiene que ir devolviendo paulatinamente, acompañándoles. Cada proceso de reinserción es único, casi artesanal", explica Betsabé.
Jorge lleva cuatro meses formándose como alicatador en un curso que la Fundación La Caixa ha organizado en el Instituto Gaudí de Barcelona, dentro de un programa de becas para reclusos en toda España, del que se beneficiarán unos 300 de ellos este año. De lunes a viernes, a las ocho de la mañana, él y otros internos salen de la prisión con el permiso previsto en el artículo 100.2 del reglamento penitenciario, que se otorga cuando existe una oferta de trabajo en el exterior y el preso cumple una serie de requisitos. Durante ocho horas aprenden a trabajar con una simulación de una obra real. Jorge tiene 30 años, lleva tres en prisión -está en el ecuador de su condena-, y su régimen es de segundo grado. Si tras este curso consigue una oferta de trabajo, podría agilizarse el proceso para conseguir el tercer grado. Esta posibilidad es la que le motiva para ser uno de los mejores alumnos del curso. "Es muy meticuloso", apunta el profesor Segovia. Jorge fue antes pinchadiscos y ayudante de cocina. "Empecé a los 13 años recogiendo vasos, y acabé pinchando en las mejores discotecas de España", dice. "Llegué a creerme que era Dios viendo el mundo desde la cabina, y lo que era, en verdad, era un pringado". Jorge se metió en el mundo de la droga, llegó a tomar diez gramos diarios de cocaína mezclada con pastillas. Y "eso", dice, fue lo que le llevó a la cárcel. Un día robó 38 millones de las antiguas pesetas.
Educadores, trabajadores sociales, psicólogos y responsables de programas de reinserción saben lo difícil que es para quienes han estado aislados salir a la calle. La falta de oportunidades laborales y los prejuicios sociales hacia los ex reclusos suele ser la realidad con la que se topan. "Si le digo a alguien que vengo del talego, o se cruza de acera o se va", expone Jorge, "y no te digo si encima le pido trabajo". Esto hace que la cárcel suponga, para quienes llevan mucho en ella, el medio en el que se encuentran más seguros.
Como otros internos, Jorge tiene antecedentes toxicológicos, lo que, además de afectarle física y psicológicamente, obstaculiza aún más su proceso de reinserción. Sus supervisoras lo saben y cuentan con ello como parte del proceso. "No se les puede recluir y aislar al primer consumo, porque entonces no podríamos trabajar con casi ninguno de ellos", reconoce Betsabé. "Normalmente son consumos puntuales, que ocurren cuando salen de permiso: se enfrentan a dificultades, y es lo más fácil para evadirse". Ella fue quien propuso a Jorge para el curso, vio su historial, su potencial, consideró que sería capaz. "Cuando pensamos en alguien para un curso o trabajo, intentamos no mirar tanto el delito como el perfil de la persona, sus ganas, su situación penitenciaria".
Después de haber permanecido tanto tiempo sin trabajar, la obligación de cumplir con una rutina y unas responsabilidades le ha costado a Jorge un gran esfuerzo. Pero reconoce que es lo mejor que le ha pasado desde que está preso. "El primer día vine aquí sin dormir, de los nervios", recuerda mientras pone su teléfono móvil a cargar, "es que sino, no puedo llamar a la chavala", aclara. La novia de Jorge, a la que conoció hace diez años, le espera fuera. Se ha trasladado de Almería a Barcelona para estar más cerca de él. "Suerte que la tengo, porque yo ya no puedo más", confiesa, "ni mi madre tampoco". El saber que ella está esperándole le anima, representa un pilar de estabilidad más el día que salga. "Cuando uno está en la cárcel no es sólo uno quien cumple la condena, también la cumplen las madres, los padres, los hermanos, los hijos y las parejas. Ellos lo pasan mal", reconoce entre avergonzado y apenado.
A Eduardo, de 40 años, también le avergüenza que su familia haya sufrido por su culpa. Sobre todo, le preocupa no poder ser independiente al salir y tener que volver a casa de sus padres. De momento cuenta con un contrato de ocho meses y un sueldo de 1.200 euros, y eso le tranquiliza. Dice que hará todo lo posible para no meterse en líos. "Ya he aprendido". El último en el que se metió, provocado por un "calentón" con el nuevo amigo musulmán de su ex novia, le costó estos últimos siete años de reclusión. Se arrepiente: "He perdido, lo mires por donde lo mires". Ahora, cuando sale de permiso, se queda tranquilo en casa con sus padres, sus hermanos y sus muchos sobrinos, "aunque algo tendré que hacer para conocer a una chica. Yo también quiero casarme y tener hijos".
Miosotys tiene dos hijas, pero fuera de la prisión. A la mayor, de 11 años, la envió a Santo Domingo, su país de origen, con la abuela, cuando ocurrió "todo". La pequeña, que sólo tenía meses, se quedó con su hermana. "No quise que la internaran conmigo, no me parecía justo", apunta. Ellas son las que le han dado fuerza y esperanza a lo largo de cuatro años de encierro. Ya ha cumplido tres cuartas partes de la condena de 10 años que le impusieron por delito contra la salud pública, y muy pronto revisarán su caso para ver si le conceden el tercer grado. Todo apunta a que va a ser así, y entonces sólo tendrá que ir a la cárcel a dormir entre semana, y podrá tener una vida "de mujer normal". Lo que para Miosotys quiere decir "un trabajo que me dé para vivir, estar con mis hijas y mi hermana, traer a mi madre de Santo Domingo y sacarme el carnet de conducir". Mientras esto sucede, hace prácticas en Llars Mondet, una residencia geriátrica de estancias temporales donde, tras realizar un curso de auxiliar de geriatría organizado por la Fundación La Caixa, probablemente la contraten.
Antes de llegar a España, hace 13 años, Miosotys había sido peluquera. Ahora dice que con la gente mayor ha encontrado su verdadera vocación. "¿Sabes qué pensaba yo que significaba geriatría antes de hacer el curso? Gente loca", dice riéndose. "Los ancianos te dan mucho cariño y se nota que ellos también lo necesitan". "Mira esa señora, vive sola, en un cuarto piso sin ascensor, la pobre; yo la tendría en mi casa viviendo conmigo". Los ancianos la llaman, y ella acude sonriente, la abrazan y besan. Miosotys los cambia, les da la comida, la medicación y mucho cariño. Nadie sabe aquí de dónde ha salido esta mañana y adónde regresará a dormir esta noche, pero eso no influye en que esta joven de 29 años pueda hacer bien su trabajo. No se avergüenza de estar en la cárcel, valora las cosas que la experiencia le ha aportado. "No me imaginaba que dentro pudiera haber tantas cosas, y tan malas. Yo no sabía lo que era un yonqui antes de entrar", reconoce. "He aprendido a ser más humilde y a no confiar tanto en la gente. Antes creía que todo el mundo era bueno, ahora miro con quién me junto".
Precisamente por confiar, dice Miosotys que se metió en todo este lío. Un día, cuando se dirigía a recoger su pasaporte a la comisaría, se encontró con un amigo que le pidió que le acompañara a buscar una bolsa de ropa para su hermana. Ella, que consideraba como un hermano a El Shakira, ni se lo pensó. Al llegar, tres hombres vestidos de calle les esperaban y les hicieron abrir la bolsa. En vez de ropa, había polvos blancos. Cuando la policía preguntó a Miosotys si iba con El Shakira les dijo que sí. "¿Qué les iba a decir?, ¡si era mi amigo! ¿Qué me iba a imaginar yo?". La condena para Miosotys fue de 10 años, El Shakira alegó toxicomanía y colaboró con la justicia. "Cantó todo", recuerda, "destapando a quienes habían hecho el negocio con él. Quedó absuelto".
Ni tan siquiera recordando este episodio se sulfura Miosotys. Ha aprendido a ser paciente. "Ya le llegará lo que le tenga que llegar, estoy segura". Es esta misma paciencia la que le permite esperar una oferta de trabajo, el tercer grado, volver a abrazar a sus hijas y hacerse la manicura francesa cada semana. Reconoce que estar tanto tiempo encerrada a veces cuesta, pero esta mujer con nombre de flor japonesa -"mi madre fue una vez a Aruba y le gustó el nombre"- ha optado por aprovechar el tiempo en la cárcel apuntándose a todos los cursos y actividades: ha escrito para la revista de la cárcel e incluso ha sido supervisora del economato de la prisión. "Un cargo de mucha responsabilidad porque se maneja mucho dinero; nunca tuve ningún problema", dice orgullosa. "Es importante tener la cabeza ocupada, porque si no, aquí dentro no aguantas", reconoce. "Hay gente que entra bien y sale muy mal, o que simplemente no sale".
Según Antonio Olaya, que fue director de prisiones durante casi una década y hoy es responsable de los programas de difusión de Instituciones Penitenciarias de Cataluña, el proceso de reinserción debe dotar de herramientas a las personas que han cometido un delito y han sido castigadas por ello, para que vuelvan a vivir en sociedad. Sin embargo, reconoce que este proceso no puede hacerse única y exclusivamente con los recursos con que se cuenta en prisiones hoy. "Se le exige a la cárcel lo que no puede hacer, que además de castigar, regenere".
La dificultad para lograrlo se debe, entre otros muchos factores, al elevado número de presos. Estos datos no dejan indiferentes a quienes trabajan en este campo, prueba de ello es que se están promoviendo medidas penales alternativas para tratar de resolver los conflictos sociales menores, con castigos que no impliquen necesariamente el ingreso en prisión.
En ocasiones, la estancia en prisión no ayuda a lograr el objetivo de regenerar y reinsertar a las personas que han delinquido, sino que, muy al contrario, empeora su situación. A los problemas existentes se suman otros como el aislamiento, el estigma del paso por la cárcel o tomar contacto con mundos como el de la droga. Por esta razón, asociaciones como el IRES (Instituto de Reinserción Social) trabajan con jueces, fiscales, Instituciones Penitenciarias y la Administración para fomentar este tipo de medidas ya usuales en otros países europeos. Castigos como la limpieza de bosques o servicios sociales en favor de la comunidad son los que, de momento, algunos jueces empiezan a implantar. Aunque, tal y como apunta Olaya, "todavía falta mucho camino por recorrer en este campo".
Hoy hay una baja en el curso de alicatado. "¿Pero es definitivo?", pregunta el profesor Segovia a la coordinadora, quien asiente con la cabeza. Uno de los alumnos ha robado un coche durante un permiso y se le ha prohibido continuar. "Al principio te llevas una desilusión", explica la coordinadora, "pero al final te acostumbras a que estas cosas pasan". Para Segovia, habituado a impartir los cursos a gente de la calle, ésta ha sido toda una experiencia. Y el fin de mucho de sus prejuicios: "Cuando conoces a los presidiarios, te das cuenta de que no son animales, sino personas". La exigencia del profesor es la misma que en otros cursos, aunque reconoce que intenta comprender su situación, "a veces están dándoles vueltas a sus problemas, y venir aquí, para trabajar unas horas en la obra, les sirve de evasión".
Los mismos prejuicios que tuvo el profesor Segovia los tiene la mayor parte de la sociedad y de las empresas a la hora de contratar a personas que salen de la cárcel. "La gente ve a los delincuentes y no a las personas", se queja Betsabé; "nosotros, en cambio, trabajamos con las personas. Aunque parezcan muy duros, muy chulos, en realidad son frágiles como cristales". Para Eduardo, la gente se fija demasiado en lo que has hecho en el pasado, "no se dan cuenta de que peor lo hemos pasado nosotros y de que algo habremos aprendido".
No son muchos los empresarios que apuestan por contratar a presos o ex presos. "Todavía hay muchos tabúes", explica Elena López, responsable territorial de Apip (Asociación para la Promoción y la Inserción Profesional). "Haría falta una campaña de sensibilización y se debería reservar un número de plazas de puestos públicos para excluidos". Por lo general, quienes dan una oportunidad a esta población suelen ser empresas que quieren tener una buena imagen social o entidades públicas con vacantes contadas. También aquellas que ya han tenido una experiencia positiva en este campo y repiten. Pero no son muy numerosas. Ni tan siquiera las subvenciones, las bonificaciones por seguridad social y los descuentos fiscales que obtienen sirven como aliciente. "Deberían tener en cuenta que, precisamente, asociaciones como la nuestra se dedican a minimizar los riesgos", dice López, "que alguien ha hecho la selección para el puesto, y que hay gente detrás del empleado haciendo un seguimiento para que su integración social y laboral sea un éxito".
Eduardo ve esta falta de oportunidades como una injusticia. "Es fácil meter la pata en la vida", reconoce. Jorge es de su mismo parecer, "especialmente cuando uno es joven, ¿qué mejor momento para complicársela?", dice con cierta agonía. Entre lo mucho aprendido, queda una evidencia: que cualquiera puede cometer un fallo a lo largo de su vida, que cualquiera puede entrar en prisión. "Me da rabia que se crean que yo no puedo cambiar cuando mucha gente lo hace, ¿por qué?". Precisamente la madurez es un componente clave para lograrlo. Con la lección aprendida, ellos afrontan el futuro con esperanza.
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