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El arte del silencio

Hemos abusado del lenguaje en la política, en la literatura, en el arte. El exceso verbal ha sido una fuente inagotable de errores, de fracasos, de situaciones congeladas. Habría que estudiar en qué medida la violencia que flotaba en el aire durante los años de la Unidad Popular, incluso durante los tiempos finales del régimen de Eduardo Frei Montalva, desembocó en el abuso y en la violencia armada que ahora tratamos de sancionar en los tribunales de justicia. Las palabras tienen un peso, una luz y una sombra, un efecto que puede llegar a ser devastador. No siento demasiado respeto por la gente que usa las palabras con laxitud, en forma desbordante, sin medir su peso verdadero. Desconfío de los escritores torrenciales, palabreros, aun cuando su flujo verbal asuma las apariencias de la vanguardia, así como desconfío de los políticos demasiado locuaces. Ejemplos de escritores excesivos y que a la vez tienen un sentido débil de la construcción, de la composición del texto, hay muchos. En la literatura francesa se produjo a comienzos del siglo XX el gran contagio, el sarampión de Marcel Proust. Fui en mi juventud, como casi toda mi generación, un proustiano apasionado, fanatizado. Todavía releo páginas sueltas de la Recherche con frecuencia. Hace poco, a propósito de una película de mi amigo Raúl Ruiz, releí entero El tiempo recobrado. Pero no sé qué ocurriría después de una relectura atenta de toda la obra monumental. Lo que siempre tengo presente es que Proust, antes de entrar en su texto, concibió una arquitectura capaz de sostenerlo en toda su riqueza. De otro modo habría naufragado en palabras. Quizá nos toque volver pronto a los grandes maestros de la síntesis, del pensamiento concentrado, de la construcción sabia: otra vez Flaubert, otra vez Antón Chéjov y Joseph Conrad, con Borges, el inevitable Borges, a cargo del timón.

Los políticos suelen abusar de las palabras como si el ejercicio no tuviera consecuencias. En una primera etapa, los intelectuales, los escritores, los hombres de pensamiento, sienten la tentación de aplaudir, pero lo más frecuente es que al cabo de poco tomen sus distancias. Eso de los empresarios chupasangre, dicho y repetido por un dirigente de nuestro socialismo, me ha parecido más pintoresco que otra cosa, pero la verdad es que revela un deterioro de nuestra convivencia política. Lo cual obliga a reflexionar sobre otro asunto: si la convivencia política vale por sí misma, o si a veces, como se decía en algunas etapas revolucionarias, se impone la extraña necesidad de agudizar el conflicto.

Karl Popper, uno de los críticos del marxismo más agudos y tenaces del siglo XX, sostenía que el error de la doctrina se hallaba en su origen mismo. Y consistía en buscar por todas partes al enemigo, en proponer una política de constante confrontación, de división de la sociedad, en lugar de buscar amigos que ayuden a encontrar soluciones. Si uno alguna vez ha podido observar de cerca un estado de conflicto revolucionario, uno se ha visto sorprendido por el proceso inexorable de creación de enemigos. Se diría que la existencia del enemigo se convierte en parte del horizonte cotidiano. Es por eso que Mijaíl Gorbachov, a pesar de numerosos errores, tuvo una visión central positiva, de fondo humanista: la de convertir a Rusia en un país normal. No sabemos exactamente qué quiso decir con eso, pero podemos suponerlo. Embarcada en la Guerra Fría, dominada por el propósito insensato de destruir de raíz el capitalismo, la sociedad soviética se había enfermado. Estaba enferma de ideología, de odio, de represión, dolencias que siempre van acompañadas, en la sombra, en el reverso de la medalla, de cinismo y desencanto. Como siempre, el testimonio de la literatura, del arte, es más seguro que el de la historia. Lean ustedes los escritos de la disidencia, los textos de Nadejna Mandelstam, las novelas de Pasternak, los cuentos de Isaac Babel, y comprobarán que siempre se observa el mismo fenómeno. El enemigo lo justifica todo, y por esta misma razón, aunque no exista, es necesario inventarlo. ¿Qué sentido, por ejemplo, tiene acusar de gusanos, de enemigos de la patria, de agentes de laCIA, esto es, de las agencias del enemigo, a todos los que no están de acuerdo con mi revolución, con mi dictadura personal, con mi sistema?

Es el vicio de origen, el pecado original del comunismo. Y lo más inquietante es que todo comienza con un uso determinado y un abuso del lenguaje. En el principio era el verbo: un verbo, en este caso, manipulado, saturado de odiosidad. Y la enfermedad del comunismo se transmite de inmediato al anticomunismo. Escuchar un discurso de Fidel Castro en sus momentos de culminación, de exaltación a su más alto nivel, no es muy diferente de escuchar un discurso de Adolfo Hitler o del general Augusto Pinochet. Francisco Franco, debido probablemente a su astucia de gallego y al contexto internacional en el que lo tocó que actuar, era un poco menos gárrulo y se exponía algo menos. La duración del franquismo fue casi tan larga como la del castrismo. Y en materia de controles internos, no era ni un ápice menos duro que el pinochetismo. Pero hay un fenómeno que percibo con frecuencia en España y que nunca deja de sorprenderme: la figura de Franco es menos negra, está más alejada de una noción del mal absoluto, incluso entre sus enemigos, que la de Augusto Pinochet. Por eso parece casi razonable que un juez español dedique sus energías a juzgar los crímenes chilenos y no los de su propia dictadura, tan imprescriptibles, sin embargo, como los de la nuestra.

En estos días se ha mencionado en la crítica y en el ensayismo chileno la obra del filósofo, esteta y poeta Luis Oyarzún Peña. También se ha hecho un homenaje en no sé qué aniversario de su muerte a otro filósofo y notable escritor, Jorge Millas. En París, hacia mediados del año 1972, recibí una carta de Luis Oyarzún, enviada desde la ciudad lejana de Valdivia, en la que me hablaba con inquietud, con malos presentimientos, del lenguaje de la prensa de extrema derecha y de extrema izquierda de esos días. Veía en ese lenguaje los signos de una guerra interna muy próxima. Mucho tiempo después me ha tocado estudiar al personaje de Jorge Millas, gran amigo de Oyarzún y profesor mío de filosofía del derecho. Encontré que Millas participó en el congreso de escritores de Concepción a comienzos de los sesenta. Fue un congreso célebre, al que concurrieron figuras extraordinarias y todavía mal conocidas, como Alejo Carpentier y Carlos Fuentes. Hubo largas intervenciones sobre la entonces joven Revolución Cubana y dominó el tono de la apología, el aplauso incondicional. Pues bien, Jorge Millas se transformó en la única voz disidente. Fue, por lo demás, una voz discreta, esencialmente equilibrada. Lo que sostuvo, en resumen, es que también había que explorar otros caminos, otras alternativas, a fin de lograr una auténtica liberación de nuestro mundo. A pesar de su tono, o quizá por eso mismo, su intervención cayó como un balde de agua fría. Fue un escándalo político de gran envergadura.

El silencio que ha rodeado a Luis Oyarzún y a Jorge Millas en la historia intelectual chilena de estas últimas décadas, en contraste con el ruido, con la palabrería que vienen de otros sectores, me parece decidor. Es un silencio que habla fuerte. Isaac Babel, poco antes de ser deportado a Siberia en los años del terror estalinista, declaró en la unión de escritores soviéticos que él se había convertido en un maestro del arte del silencio. Nosotros estamos muy lejos de vivir en una situación comparable, pero no hay que abusar nunca de las palabras, con ningún pretexto, en ninguna circunstancia. La democracia, por sólida que parezca, hay que cuidarla siempre. Acordémonos de Lucho Oyarzún encerrado en su provincia y del reservado Jorge Millas, quien desconfiaba siempre de la euforia y hasta de cualquier forma de unanimidad.

Jorge Edwards es escritor chileno.

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