Un creador polémico
Se han escrito descalificaciones muy gruesas, incluso en estas mismas páginas, del cine del tailandés Apichatpong Weerasethakul, visto hasta ahora sólo en festivales. Se ha dicho de él que es errático, que su cine adormece a las plateas, que su contenido se antoja palmariamente críptico. Y, sin embargo, no cabe duda sobre que en su caso estamos ante uno de los creadores más interesantes y personales del cine de hoy, un cineasta que no propone soluciones cerradas en sus ficciones, sino un camino de búsqueda, una reflexión constante. De ahí su dificultad: porque se aparta concienzudamente de los senderos recorridos por otros, porque intenta siempre buscar su voz por los meandros de una experimentación que a muchos sofoca y a otros tantos contradice; porque no hay más remedio que reconocer que exige del espectador una gran cuota de participación, so pena de quedarse limpiamente fuera de lo que ocurre en la pantalla.
TROPICAL MALADY
Dirección: Apichatpong Weerasethakul. Intérpretes: Banlop Lomnoi, Sadka Kaewbuadee, Sirivech Jareonchon, Udom Promma. Género: drama, Tailandia-Francia, 2004. Duración: 118 minutos.
Digámoslo claro: Weerasethakul no es un director de mayorías, ni se lo propone. Y este Tropical Malady, su presentación tardía ante el público español, es la mejor prueba de su estilo; o con más precisión, de sus investigaciones formales. Partida milimétricamente en dos fragmentos sin aparente conexión uno con otro (el primero, una historia homoerótica entre un joven y un soldado, tiene un aire realista, como de retazos de una relación posible que jamás sabremos dónde empieza ni tampoco si, y cómo, termina; la segunda se adentra limpiamente en el terreno de lo fantástico para narrar una persecución casi sobrenatural), la película que supuso la consagración del tailandés en el Festival de Cannes 2004 esconde en realidad una reflexión mucho más profunda, menos previsible. Que nuestra vida esconde instintos que desconocemos, que eso que llamamos sociedad o cultura no nos explican ni remotamente; que hay que mirar dentro de nosotros mismos para encontrar algunas claves que una mirada superficial despreciaría.
Esa deriva hacia lo primigenio viene de la mano de una narración hecha como de saltos, en la que se rompen en pedazos las relaciones de causalidad y en la que priman las sensaciones sobre el discurso racional. Por eso, se debería ver con los sentidos bien abiertos y el ánimo en suspenso, prestos a ser asaltados por una marea de sonidos, de formas, de colores que resultan cualquier cosa menos simples apoyos para la ilustración de una historia. Y atención a la segunda mitad, porque hay en ella un absoluto dominio de las técnicas de la narración.
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