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La libertad de no callar

Jordi Gracia

Con algo de mala pata han vuelto a los papeles los falangistas históricos. Castilla del Pino sugería hace unos días, a propósito de Günter Grass, una equiparación de su caso con el de Ridruejo, Rosales o Laín Entralgo, sin que pareciesen importar las diferencias entre los tres españoles que cita (ya no digo las que los alejan del alemán), y unos días después, el domingo día 10 de septiembre, Javier Marías no quiso dejar pasar la ocasión de escandalizarse por el cínico fariseísmo de la cultura española, tan sensible a los casos lejanos, y tan poco atenta con los asuntos propios.

Posiblemente Marías tenía en la cabeza la trayectoria política e intelectual de su padre y posiblemente a Castilla del Pino le parecían más o menos emparentables las trayectorias de Rosales, de Laín y de Ridruejo, pero si andamos justamente con tantos remilgos y suspicacias al tratar estos asuntos es porque se trata de biografías reales, trayectorias personales, de responsabilidades y sacrificios que toleran mal un tratamiento fragmentario o superficial. Ambos artículos transmiten sin querer la sensación de que se puede ser muy exigente con unos y menos con otros (sean quienes sean unos y otros), cuando lo necesario de veras es serlo con todos y aplicar la misma vara de medir estaturas morales a todos los involucrados en ese pasado que, por fortuna. no hemos vivido la mayoría de los ciudadanos de hoy, y lo recordaba muy oportunamente el propio Castilla del Pino al final de su artículo.

Quizá por eso Vidal Beneyto, en otro artículo del día 9, se limitó al expediente más urgente y también más simple: informar al lector de lo que hizo Ridruejo en su edad adulta. Es la única salida legítima contra el bulto que hacen las listas rutinarias de nombres y es también la vía más recta para atajar los complejos de persecución, incluido el que asaltó a Javier Marías cuando hablaba de las mordazas que impiden declarar con claridad la conducta política de unos frente a la de otros, como si de veras algo o alguien haya coartado la libertad de uno de los autores más premiados, apreciados y leídos de las letras españolas de la democracia.

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Ése es en todo caso un mal síntoma porque revela la subsistencia de un problema más grave, y es una suspicacia más personal que teórica, una inquietud más visceral que racional, cuando lo que necesita la democracia española es precisamente la actitud contraria: trabajarse la libertad de no callar y defender que el conocimiento de ese pasado cercano no está puesto al servicio de una caza de brujas póstuma ni forma parte de un sombrío plan de venganzas aplazadas sino de la forja de una conciencia colectiva democráticamente solvente.

Lo que resulta extraño entonces es el peso de lo visceral en quienes exigen comprensión precisa y ajustada para sus casos, sus asuntos, diría incluso sus defendidos, pero prescinden de la misma rectitud de ánimo e intención para los casos más ajenos. Es completamente cierto que Cela aceptó informar al aparato del régimen incluso en horas ya muy tardías, en plenos años sesenta, pero es igualmente cierto que ese dato convive con la fundación desde 1956 de una revista como Papeles de son Armadans, y el respaldo que desde ella dio Cela a escritores conocidamente marxistas o el empeño con que protegió a los exiliados españoles, desde Luis Cernuda a Américo Castro. Ni lo segundo sirve para absolverlo ni lo primero para condenarlo sino que ambos datos componen el cuadro complejo de una trayectoria adaptada a la subsistencia, casi siempre indigna, que exige una dictadura.

Quienes se rebelaron desde dentro de la dictadura vivieron en ella, crecieron con ella y tuvieron que transigir consigo mismos (y con ella) en detalles mayores y menores para construir sus trayectorias profesionales. Si había o no otra solución viable es una discusión ociosa: por supuesto que la había. Pero no se trata de remachar una obviedad tan grande como ésa sino de comprender las consecuencias que comportó no hacerlo, y mantenerse bajo la dictadura reduciendo al mínimo posible los costes de esa sumisión. Y la proximidad al Estado o la lejanía de él, y el silencio intencionado o el gesto calculado, el ejercicio de esta o aquella actividad de oposición describen paso a paso la actitud de cada cual y nos explican hoy de manera mucho más directa y explícita de lo que parece.

El titubeo estrictamente antidemocrático de amplios sectores del PP con la condena de la dictadura es una de esas maneras, pero no es la única, ni la que más ha de importar a la izquierda. La que más ha de importar es justamente la tentación de simplificar cuando conviene, como si más o menos las cosas pudiesen resumirse a bulto. Y entonces tiene razón Javier Marías cuando se enfada con la equiparación injusta de la conducta de su padre con la de otros y tiene razón Vidal Beneyto cuando explica a los lectores los pasos de Ridruejo para que sepan que las listas de nombres en grupos apretados suelen ir demasiado al bulto. El bulto es precisamente el problema.

Jordi Gracia es profesor de Literatura Española de la Universidad de Barcelona y autor de La resistencia silenciosa (2004).

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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