En construcción
Como muchas casas de sus pueblos, el derecho civil de Cataluña siempre está en obras, circunstancia exasperante, pero obviamente accidental, pues, en este país y puertas adentro, la mayor parte de la gente vive bastante bien en sus viviendas y con su derecho a medio hacer. Ahora Maragall se despide con un par de leyes civiles aprobadas -una sobre generalidades y otra, más tangible, sobre la propiedad- y un montón de proyectos malogrados que el consejero Vallès ha hecho recoger en un libro de 400 páginas justas (Projectes de llei del Codi Civil de Catalunya, 2006). Aunque eso parece desmoralizador, lo cierto es que dejar proyectos para quienes vendrán después es una práctica excelente que permite dar un par de vueltas a las cosas de comer. Al fin y al cabo exactamente lo mismo ha sucedido con las leyes aprobadas, construidas sobre obras y proyectos del Gobierno anterior de Convergència i Unió.
De la herencia Vallès, destaco hoy únicamente la cuestión carnosa de cómo quedarían los dineros de los matrimonios que se divorcian. Los autores del proyecto correspondiente sugieren un cambio que por fuera no se ve. El proyecto miente y sigue diciendo que el régimen económico matrimonial de los cónyuges catalanes es el de separación de bienes, es decir, que todo lo que un cónyuge gana es suyo y no pasa al otro. Pero esto es sólo fachada: por dentro, la distribución cambia y ahora el cónyuge que gane más deberá dar al otro una cuota de hasta la cuarta parte de la diferencia entre las ganancias respectivas. Como digo, es bueno que la regla se vuelva a discutir, pues al ser de máximos, los maridos apostarán a su rebaja y tenderán a litigar en demasía. Pero, en todo caso es un compromiso muy catalán para los matrimonios tradicionales que se deshacen. Y lo es por aquello de que muchos hombres deben el éxito a su primera mujer y su segunda mujer al éxito. Asegurar entonces a la mujer volcada a los hijos y a la casa una cuota de la diferencia entre las ganancias de su ex marido y las suyas evita comportamientos oportunistas del primero.
Como no todos los matrimonios son tradicionales, ni a la gente que, por fin, se resigna a casarse suele gustarle que el Gobierno le diga cómo ha de organizarse la vida, los autores del proyecto permiten el pacto en contra de la regla del 25%, es decir, que los interesados acuerden aumentar o reducir el porcentaje mencionado a voluntad, pero sólo si se toman la molestia de acudir al asesoramiento neutral y a las formalidades gélidas de una notaría. Esto tampoco está mal: deja libertad a los cónyuges, pero también les fuerza a reflexionar sobre las consecuencias de sus actos.
En la práctica, con todo, el componente más sustancial del patrimonio de la mayor parte de las parejas casadas es la vivienda familiar. Al respecto, los autores del proyecto prevén una regulación muy complicada, pero que, en sustancia, atribuye preferentemente el uso de la vivienda a quien corresponda la guarda de los hijos menores de edad y mientras dure ésta. Como hay mil matices, al final importará lo que vaya a decidir el juez. Un problema de lo anterior es que la regulación propuesta establecería un estatuto dual para los matrimonios catalanes, en función de la cuantía de sus ingresos y de cómo los invierten: los más ricos y, desde luego, los que no ponen sus ahorros en ladrillos quedarían sujetos a la regla de máximos del 25%; en cambio, quienes, por necesidad o por gusto, lo meten todo en casa, lo estarían a la normativa sobre la vivienda familiar, mucho más complicada. Para evitar tal dualidad, el legislador que ha de venir debería simplificar las cosas estableciendo un mismo y único principio general para la distribución de todos los patrimonios familiares con independencia, al menos, de su composición. De lo contrario, la ley no será neutral y se dará el caso de que dos matrimonios idénticos en todo, salvo en sus preferencias sobre dónde invertir sus ganancias serán tratados de manera distinta en el momento del divorcio, pues estarán sujetos a reglas diferentes: si en un caso, los excedentes patrimoniales consisten en activos financieros o fácilmente liquidables, la temperatura de la negociación se reducirá mucho, será puramente económica y se centrará en establecer y calcular una cuota de la diferencia entre beneficios. En cambio, los cónyuges que se divorcien y que lo hubieran puesto todo o casi todo en la vivienda familiar protagonizarán, con más facilidad y frecuencia que los primeros, una típica batalla librada con armas no económicas: porfiarán sobre la guarda de los hijos menores, ya que la decisión sobre ésta arrastrará la relativa a la vivienda familiar. Quizá sería preferible que la ley fijara una cuota -no un techo- y que la aplicara a todo el patrimonio, vivienda familiar incluida. Siempre es menos malo reñir sobre dinero a secas que sobre dinero a cambio de niños.
Ahora bien, si lo que sucede es que queda poco por repartir, el problema de fondo es insoluble y sólo caben parches: los pobres, ya se sabe, nunca lo tienen bien. Y es que, dos bien avenidos viven mejor juntos que separados; todo, aunque sea poco, cunde más si se suman esfuerzos e ingresos. Por eso, una tarea pendiente de los legisladores del futuro es meditar sobre la conveniencia de ofrecer materiales a quienes deseen construir un matrimonio duradero: idealmente, la casa en propiedad es óptima para el matrimonio en propiedad, pero no lo es para el matrimonio temporal, de alquiler. Para este último, para el que se concibe como una unión eventual o de baja intensidad, es mejor una casa también en alquiler. La inversión básica del matrimonio ha de estar en consonancia con su naturaleza. En todo caso, no quisiera llevarles a engaño. La única verdad de fondo es que los matrimonios, como las casas, siempre están de obras. En construcción.
Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho Civil de la UPF.
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