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Acontecimiento y milagro

Es ciertamente un espectáculo bastante extraño ver la cantidad de informaciones y opiniones publicadas que dejan traslucir alegría porque en el último conflicto bélico en el Próximo Oriente Israel no haya podido reclamar victoria y sí, sin embargo, el Partido de Dios (Hezbolá), al no haber sido vencido. Y esa alegría proviene mayoritariamente de sectores que afirman ser de izquierdas y, por lo tanto, defensores del laicismo de la política.

Es también bastante sorprendente la rapidez y complacencia con la que informadores y opinadores transmiten en nuestros medios de comunicación las críticas internas a los gobernantes de Israel o EE UU. Nos inducen a pensar que esas sociedades no comparten las decisiones geopolíticas de sus Gobiernos -aunque en no pocas ocasiones tales críticas contradicen la opinión del informador, pues en Israel exigían una victoria más rápida en Líbano o en EE UU plantean mayor implicación militar en Irak, por ejemplo-, mientras que parecen celebrar la consolidación de dirigentes como Nasralá, Basir el Assad o Ahmadineyad. Causa extrañeza contemplar cómo, desde sectores que se colocan en la izquierda política, la posibilidad de esas críticas no se toma como síntoma de la fortaleza del sistema político democrático occidental, un sistema que merecería ser defendido y que no es precisamente el ideal para los dirigentes cuya consolidación celebran disimuladamente, o no tanto.

Es chocante leer que los pasos que Irán va dando hacia la consecución del material necesario para construir la bomba atómica, engañando a las autoridades que representan la tantas veces invocada legalidad internacional y dejando en ridículo tanto la estrategia estadounidense como la europea, se presente no pocas veces como el desafío de Irán a EE UU. Como si los países europeos no tuvieran nada de qué preocuparse si Irán consiguiera hacerse con la bomba atómica, como si Europa estuviera a salvo, gracias a su capacidad de diálogo y de autoflagelación, de las ambiciones geopolíticas de la república islámica; es decir, de un Estado religioso fundamentalista por definición constitucional.

También llama la atención la facilidad con la que el vacío oficial dejado por la expulsión de Dios del espacio público de la democracia ha sido llenado con dioses o, mejor, diablos múltiples -Bush, la globalización, el neoliberalismo, los neocons- que responden perfectamente a la necesidad mágica de tener respuesta fácil y cómoda para todo. Una respuesta sin necesidad de matices ni análisis detallados que nos obliguen a ver parte de razón en el otro próximo que es el otro partido, la otra orientación política, la derecha o el liberalismo, mientras tan dispuestos estamos a ver y a aceptar, supuestamente, la razón del otro tan lejano, como es el árabe y el musulmán.

Y no menos extrañeza causa comprobar cómo sectores políticos que se reclaman herederos de la Ilustración, uno de cuyos pilares fundamentales es el de la autonomía moral del individuo, su responsabilidad indeleble, actúan desheredando de toda responsabilidad a las sociedades árabes y musulmanas. Son, al parecer, sociedades que no poseen voluntad, no pueden ser tenidas como responsables de nada, pues todo cuanto en ellas y con ellas acontece es consecuencia de las decisiones equivocadas de Occidente, de los Gobiernos que representan a Occidente y que, aunque cuenten con legitimidad democrática, no pocas veces son caracterizados como espúreos.

No hay en los países árabes y musulmanes del Medio o Próximo Oriente nada que explique la situación conflictiva y explosiva que se vive en ellos: ni la religión islámica -nadie se puede atrever a poner en conexión el islam con los conflictos violentos, y menos quienes para explicar la historia de las relaciones occidentales con Oriente recurren a la vinculación del cristianismo con la violencia aplicada allí desde las Cruzadas-, ni la incapacidad de pensar Estado, ni el fracaso en la construcción de Estados nacionales laicos, ni la falta de revoluciones culturales, políticas y sociales como las que han terminado configurando Occidente. Todas las culpas son de Occidente, lo que supone, en definitiva, la peor negación de la autonomía de los países árabes y musulmanes. No hay sitio ni para la memoria: que EE UU ha entrado en la política de la zona llenando el vacío dejado por Europa -Gran Bretaña y Francia-, quienes a su vez habían ocupado el vacío de poder dejado por el imperio otomano.

Esto explica que tanto el orientalismo como imagen distorsionada de Oriente, como el occidentalismo (la imagen distorsionada de Occidente) sean productos occidentales. La crítica caricaturesca que se dirige a Occidente desde posiciones extremas árabes y musulmanas recoge buena parte de la crítica a la cultura occidental que se ha producido en el seno de sus mismas sociedades: el odio a la ciudad y al anonimato, la crítica al consumismo, a la primacía de la razón unilateral, al tecnicismo sin alma, a la propiedad privada, al mercado, al racionalismo sin límites, a la falta de sentido, a la pérdida del sentido de solidaridad. Todo ello es un producto típicamente occidental.

Se trata siempre de un Occidente en busca de su alma limpia, nunca contento con sus propias realizaciones, con la contingencia, el compromiso, la rebaja de los sueños e ideales que suponen las sociedades modernas; insatisfecho con la democracia representativa y el tecnocapitalismo de Estado de bienestar que le acompaña. Es un Occidente que busca el acontecimiento revelador del nosotros comunista, de la igualdad de todos los humanos, sin percatarse de que ese acontecimiento está siempre demasiado cerca de la otra clave para conceptualizar la política y que es también producto de la modernidad occidental: el milagro, lo excepcional que por su fuerza rompe la normalidad e instituye (lo dijo Carl Schmitt) la verdad de la política como teología política y el estado de excepción.

Esta cercanía debiera ponernos en guardia y empujarnos a ser algo más respetuosos con las aportaciones de las defectuosas democracias occidentales, y no depositar tan fácilmente nuestra esperanza en tendencias que no son necesariamente otros caminos a la modernidad, sino negaciones de lo más valioso de ella. Siempre ha sido peligroso ver en algún sujeto histórico concreto, en alguna tendencia histórica concreta, la negatividad total que pudiera parir el cumplimiento del sueño occidental de pureza. En cualquier caso, nunca debiéramos olvidar los elementos de poder y de geopolítica particulares que están presentes en las posiciones de los países del Oriente Medio y cercano.

Joseba Arregi es profesor de Sociología en la Universidad del País Vasco.

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