¿De qué hablamos cuando hablamos de él?
La publicación de Todos nosotros, volumen que compendia toda la poesía de Raymond Carver, es un lujazo para el lector español. La introducción de Tess Gallagher, su viuda -y también poeta- y el prólogo de Jaime Priede, que ha llevado a cabo -de manera notable- la traducción, nos acercan la voz de ese enorme escritor que fue Carver, fallecido en 1988, tras ser considerado uno de los grandes maestros del relato breve del siglo XX. En España, donde el relato no goza del favor de los editores, de la mayoría de los críticos literarios ni -dicen- del lector, los cuentos de Raymond Carver alcanzaron un considerable éxito por parte de la crítica, se vendieron y, lo único que importa, se leyeron.
¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?, Catedral, Tres rosas amarillas, Shorts Cuts y Si me necesitas, llámame (editados por Anagrama) fueron leídos -y todavía lo son- por un público que lleva a Carver en el corazón. Se trata de un público del que muy pocos escritores gozan: es un público que, tras leer uno de los libros de Carver, pasa a devorar el resto. No conozco a ningún lector de Carver que sólo haya leído uno o dos libros de sus libros. Y tampoco a nadie -salvo a algún extravagante con ganas de llamar la atención- a quien no le guste. En este sentido, Carver es sólo comparable a Chéjov, a Katherine Mansfield y a Maupasant (al Maupasant cuentista; el Maupasant novelista es otro cantar). No son nombres al azar.
Tienen algo en común: parece que hablen de sí mismos, de lo que han vivido, de lo que les rodea, de las cosas más simples del cotidiano vivir; pero, en realidad, nunca hablan de ellos, sino de nosotros. De ahí quizá esa cercanía, sublime, nada pegajosa, que establecen con el lector. Esa cercanía tan íntima y tan limpia que el lector de Carver encuentra también en sus poemas. Porque, no hay que olvidarlo, Carver habla de nosotros cuando parece estar hablando de Carver.
La voz poética de Carver, un hombre que caminó por la acera peligrosa de la vida de la mano del alcohol y, más tarde, de la enfermedad, nunca es soez porque no apunta a la confesión sino al descubrimiento de algo por parte del lector. Es él, el lector, quien se encuentra abriendo puertas dentro de sí mismos, puertas vedadas anteriormente, antes de la lectura del poema. Hay, en los últimos poemas de Un sendero nuevo a la cascada, escrito durantes los últimos seis meses de vida, un cambio de registro espeluznante en la poesía de Carver. La muerte, el regreso al lugar de las pérdidas esenciales de una vida, el acaso de las sombras del dolor, desaparecen, justamente, cuando el autor se sabe en el umbral del final. Y es entonces cuando una calma extraña planea, no sin ironía, sobre una realidad a punto de quedar presa entre el paréntesis de la nada.
Babelia
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