¿Dogma de los microcréditos?
El hábil tallista terminaba su trabajo aquella tarde. Había fabricado tres puntas de sílex perfectas que podría vender por un par de liebres alpinas, blancas como la nieve. Tendría comida para unos días y la piel se la daría al experto tratador de cueros, para que le hiciera unos mocasines, a cambio de un par de raederas con filo doble que le hizo en la estación de lluvias y que todavía no le había pagado. Todo normal, según la tradición propia del solutrense, apenas hace 20.000 años: industria, comercio, negocio y endeudamiento.
Año 2006; puede que hayan cambiado las formas, la semántica, pero no los contenidos. Apenas ha nacido la idea y queremos desecharla. ¡Qué pena!
El impacto de estos microcréditos en la cartera de riesgos de la banca mundial, no se puede cuantificar por su nimiedad; me atrevería a decir que no llega ni a una milésima por cien (0,001%) del posible riesgo crediticio total y, es de suponer, que en unas condiciones financieras tan blandas que no hacen daño al deudor. ¡Demos más hilo a la cometa!, que se generalice esta práctica financiera -creada, en principio, para los países más depauperados- por todo el mundo.
Huyo de rigores y -precisamente- de todo tipo de dogmas; por eso me cuesta creer y me sorprende, que publique este periódico una carta titulada "El dogma de los microcréditos" que rezuma combate contra esta nueva solución económica que todavía está en pañales. Lo más curioso es que rebate el uso de la nueva idea con mil dogmas y olvida, por cierto, que la emancipación y la dignidad no se consiguen -precisamente- con caridad o limosnas.
¡Qué vuele la imaginación! No se puede desechar nada, absolutamente nada, que sirva para combatir la pobreza.
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