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Penitentes vitalicios

José María Ridao

Salvar la obra y condenar al hombre: a grandes rasgos, ésa ha sido la postura dominante en el escándalo que ha desencadenado la tardía confesión de Günter Grass reconociendo su pertenencia juvenil a las SS. Y en la tarea de condenar al hombre no han faltado quienes consideran, por lo visto, que el hallazgo de un talón de Aquiles en el adversario político o intelectual autoriza a dar rienda suelta a las más bajas pasiones, porque permite disfrazarlas de rigor crítico, de lúcida independencia, incluso de insobornable virtud. El repertorio de argumentos vejatorios contra el autor de El tambor de hojalata ha ido, así, desde considerar que la revelación se inscribe en una bien orquestada campaña publicitaria para arropar la publicación de sus memorias, hasta la insinuación de que, en realidad, se trata de un intento de adelantar una versión edulcorada de su biografía para cerrar el paso a otros datos más comprometedores. En España, la confesión de Grass ha servido, además, para seguir engordando en su jaula de papel a ese muñeco del izquierdista ramplón inventado por algunos escritores y periodistas que, sin que se conozca a ciencia cierta el motivo, se han arrogado entre nosotros el monopolio de las ideas liberales. Después de vestirlo con chompas y pasamontañas, después de colocarle entre las manos pancartas defendiendo las causas más inverosímiles, ahora le ha llegado el turno a su altarcito de referentes morales.

Si lo que se ha sabido del pasado de Grass fuese una rarísima excepción, no sólo en Alemania, sino en la totalidad del mundo germánico, y también europeo, habría motivos para despachar el asunto como una imperdonable ocultación semejante a la de quienes pretenden protegerse de una homosexualidad latente exhibiendo una virulenta homofobia. Pero resulta que el caso Grass es un nuevo episodio en una saga de la que, de manera recurrente, se ha ido teniendo noticia con el antiguo secretario general de Naciones Unidas Kurt Waldheim, el genial director de orquesta Herbert von Karajan, o el reconocido teólogo y actual cabeza de la Iglesia católica, Joseph Ratzinger. En cada uno de estos episodios, y en tantos otros menos conocidos o aún por conocer, lo que quedaba implícitamente en entredicho era el principio, o mejor, el criterio, la simple convención, que los Aliados adoptaron para evitar que los procesos judiciales abiertos al término de la Segunda Guerra Mundial sentasen en el banquillo, por una u otra razón, desde el primero hasta el último de los alemanes vencidos. La decisión fue considerar que, a falta de mejores pruebas, los soldados movilizados por la Wehrmacht eran inocentes, mientras que los miembros de las SS, como prolongación del Partido Nazi, eran culpables. Esta distinción, trazada a ojo de buen cubero entre las ruinas aún humeantes del conflicto más devastador de la historia, permitió algo de lo que los herederos de los Aliados deberían sentirse orgullosos: Alemania dejó de ser una amenaza para nadie, incluidos los propios alemanes.

En cada ocasión en que ha estallado un escándalo como el que ahora envuelve a la figura de Grass, lo único que hacen quienes se aprestan a encender las hogueras es proclamar, como si se tratase de un descubrimiento decisivo, que no es verdad algo que, en el origen, nadie consideró como verdad, y es que ese reparto previo de la inocencia y la culpabilidad entre la Wehrmacht y las SS obedeciera a la realidad de los hechos. Como por una burla del destino, el caso Grass parece guardar una cierta simetría con el caso Waldheim. Mientras que éste ocultó encontrarse en los Balcanes y Salónica cuando la Wehrmacht, el ejército en teoría inocente, perpetró atroces matanzas, Grass, por su parte, ocultó haber pertenecido a la organización declarada culpable cuando ésta ya sólo estaba en condiciones de reclutar criaturas para intentar una resistencia numantina. Tanto en un caso como en el otro, la responsabilidad personal, la que deriva de los actos efectivamente realizados, fue limitada: según estableció una comisión oficial de historiadores austriacos, Waldheim pudo tener conocimiento de lo que estaba sucediendo, pero no se encontró prueba ninguna sobre su participación en los crímenes. En cuanto a Grass, el adolescente que lució la doble runa en sus solapas fue hecho prisionero apenas unas semanas más tarde de estrenar el uniforme, sin que, por fortuna, llegase a perpetrar ninguno de los desafueros que formaban parte del perverso ideario de la organización. Así lo entendió el mando Aliado cuando lo dejó en libertad, juzgándole con menos severidad que sus censores actuales.

La ausencia de graves responsabilidades personales en el caso de Waldheim y Grass, comotambién en el de Von Karajan y Ratzinger, debería contribuir a calibrar el verdadero alcance y el verdadero fundamento de los escándalos en los que estas figuras eminentes se han visto envueltas. Entre otras cosas, porque el riesgo mayor que ha terminado provocando el aproximativo reparto de la inocencia y la culpabilidad realizado por los Aliados al término de la guerra no es el de haber dejado sin castigo a los principales responsables de los crímenes del nazismo; por sorprendente que resulte, el riesgo mayor es el de haber contribuido a consagrar una manera de contar la historia reciente de Europa que, de algún modo, se está volviendo contra Europa misma. A fuerza de repetir que la Wehrmacht era inocente y las SS culpables, a fuerza de concentrar la mirada sobre lo que sucedió en Alemania y sólo en Alemania, se ha llegado progresivamente a la convicción de que las siniestras fuerzas de élite del nazismo no sólo fueron responsables de las innumerables y sobrecogedoras atrocidades que cometieron, sino también del ingente número de las que no cometieron. Hasta el punto de que, según se relata hoy el pasado, la Segunda Guerra Mundial ha sido elevada a la categoría de conflicto moral entre un único culpable, encarnación del mal y la tiranía, y una constelación más o menos amplia de inocentes, encarnación del bien y la democracia.

De este modo se ha perdido de vista que el culpable no fue único ni estuvo solo, sino que contó con entusiastas partidarios en un buen número de países europeos, incluso instalados en el gobierno, como fue el caso de Francia, Italia o España, donde los extravíos de juventud son tratados hoy, y precisamente por quienes más se ensañan con Grass, con un rasero cuando menos distinto. En el bando de los inocentes, por su parte, y siempre de acuerdo con el relato escatológico de la Segunda Guerra Mundial que se ha impuesto, habría que contar gobiernos tan democráticos como la Unión Soviética de Stalin; o prácticas tan características del bien como arrasar un país de punta a punta para aterrorizar a la población, según la orden literal de Churchill a Harris, jefe del monstruoso Bombing Command, o como lanzar un artefacto nuclear contra Hiroshima y, apenas unos días más tarde, contra Nagasaki. No deja de resultar desconcertante que una de las pocas voces capaces de hablar con claridad desde el interior mismo de aquel pozo negro de la historia, que no guerra moral, ni conflicto escatológico entre el bien y el mal, fuera la de un escritor católico hoy apenas frecuentado, como fue François Mauriac: combatir a un enemigo tan feroz, vino a decir en Le cahier noir, nos está arrastrando fatalmente a emplear sus mismos métodos. Uno de sus más tempranos y ardientes contradictores acabaría siendo, paradójicamente, uno de sus lectores más atentos y respetuosos: Albert Camus.

Salvar la obra y, en cualquier caso, no caer en la vileza de creer, como se ha creído con Günter Grass, que el hallazgo de un talón de Aquiles en el adversario político o intelectual autoriza a dar rienda suelta a las más bajas pasiones. Si quienes hemos tenido la suerte de vivir en un mundo que, hasta ahora, no nos ha obligado a realizar opciones trágicas tenemos la osadía de juzgar comportamientos ajenos en el pasado, de ganar guerras que ya fueron ganadas, deberíamos al menos ser conscientes de que nada nos garantiza que nosotros hubiéramos adoptado entonces la postura noble y no la indigna. De Sophie Scholl y tantos otros resistentes alemanes al nazismo hay, sin duda, mucho que aprender; pero tanto como de Grass, Waldheim, Von Karajan o Ratzinger, jóvenes fatalmente equivocados y no criminales, que intentaron extraer, cada cual a su modo, cada cual en íntimo combate con sus fantasmas y su vergüenza, como penitentes vitalicios, las amargas lecciones de su error.

José María Ridao es diplomático.

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