Tesoros recobrados
La recuperación de las versiones de Madonna y El grito, de Edvard Munch, robadas del museo del pintor en Oslo supone el feliz rescate de dos iconos esenciales del alba de la modernidad. Emblemas de la angustia, cada uno a su modo, ambos fueron concebidos por el gran maestro noruego en 1895, justo cuando el artista, con 32 años, realiza el viaje a París que determinará la profunda impronta que el simbolismo imprime en ese punto a la evolución de su obra de plenitud.
La desoladora y sinuosa figura del personaje que, con los ojos escapando casi a las órbitas y esa boca convertida en herida abismal nos enfrenta, en El grito, al espejo de un paisaje que es también, como a menudo se ha reiterado, todo él un alarido, es el más certero impulso fundacional del expresionismo contemporáneo.
En Madonna, por el contrario, Munch reformula esa ecuación de angustia en clave de una visión amenazante y pavorosa del erotismo. En su esquina izquierda inferior, la imagen del homúnculo, de la misma estirpe inequívoca del protagonista de El grito, queda, en ese marco recorrido por serpenteantes espermatozoides, literalmente inerme en la contemplación del gran desnudo femenino, el cuerpo de la mujer concebido como estremecedora marea que desencadena las más oscuras potencias en la entraña de la naturaleza.
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