El arte del desencuentro
En las favelas de Brasil la policía sólo parece una banda más. A veces, peor armada que las otras. Y con menos escrúpulos. Los narcotraficantes son los dueños y señores de las calles. Hay toda una jerarquía de delincuentes que funcionan como lo haría un gobernador con sus alcaldes y concejales. Muchos brasileños aconsejan acceder a estas zonas sólo si se conoce a alguien de confianza. Por unos 25 euros hay empresas turísticas que desde 1992 vienen ejerciendo el papel de ese vecino de confianza. La agencia Favela Tour recoge al turista en su hotel y lo sube en una furgoneta hacia La Rosiña, la favela más grande de Brasil, situada al lado de la de Vidigal, a cinco minutos en coche de las mejores playas de Río de Janeiro. Cada mes, esta empresa pasea a más de 700 turistas por la Rosiña. De vez en cuando la banda del Vidigal lanza una incursión sobre la de la Rosiña. O viceversa. La penúltima refriega aconteció el ocho de agosto. La policía mató a ocho delincuentes en Vidigal que se preparaban para repeler un ataque de los de la Rosiña. Pero ahora parecen estar las cosas tranquilas. En la furgoneta turística viajan una pareja estadounidense, otra austriaca, otra italiana, una mujer de California y usted mismo. A partir de este momento, queda en la compañía de Christina Mendoza, guía de la empresa Favela Tour.
Las favelas tienen de todo. Una persona puede pasar allí su vida sin bajar a Río
"A pesar de la violencia y la droga, le gente en el barrio no parece infeliz", dice un guía
"Déjenme decirles antes que nada que ustedes son una excepción. La mayoría de los brasileños nunca ha entrado en una favela. Llevo unos cuatro años trabajando aquí y mi madre nunca se ha atrevido a venir. Seguramente habrán oído hablar de la delincuencia en las favelas. Eso es real. Pero también existe otra cara más desconocida que es la de los trabajadores. Mucha de la gente que trabaja en los hoteles donde ustedes se alojan viven en favelas. En la Rosiña habitan unas 100.000 personas. Era la más grande de América hasta hace poco. Ahora parece ser que hay otra mayor en Venezuela. Estamos accediendo ahora mismo a la favela".
Un grupo de policías armados como si se encontraran en la frontera entre dos países saluda a la guía y le abre paso a la furgoneta. "Fíjense en esos inmensos coches de lujo. Pertenecen a algunas de las familias más adineradas de la ciudad. Han enviado a sus chóferes y guardaespaldas para recoger a sus hijos a la salida de ese colegio que es uno de los más caros de la ciudad".
"Las primeras favelas empezaron a edificarse en 1888, cuando se abolió la esclavitud en este país
[Estados Unidos lo hizo en 1862]. Brasil fue el último país de América en abolirla. Hay 752 favelas en Río; un 20% de la población viven en barrios como éste. Y lo que diferencia a Río de otras ciudades como Sao Paolo es que aquí las chabolas no se encuentran en la periferia, sino repartidas por toda la ciudad. Ahora haremos la primera parada. Ustedes pueden hacer fotos panorámicas hacia el lado derecho. Pero no fotografíen las casas del lado izquierdo. No tenemos permiso. Por lo demás, pueden estar tranquilos, no les robará nadie. En las favelas, los traficantes son los responsables de la ley. Y ellos no quieren que los clientes que vienen a comprar cocaína sean robados. Si la policía entra, entonces empezarán los problemas. Pero los traficantes pagan a niños para que les avisen. Los niños tienen walki-talkis y fuegos artificiales para alertar a sus jefes".
La primera parada es un buen pretexto para aligerar el bolsillo del turista. Los "artistas" de la Rosiña venden sus productos. Aquí, un antiguo niño de la calle que ha encontrado el camino de la redención pintando acuarela; más allá, un músico vendiendo discos; una mujer con bolsos, camisetas del barrio, con favelas pintadas. No falta ni el grupo de niños bailando Capoeria y pasando el plato entre los extranjeros. Por lo demás, el trasiego de vehículos en la calle principal es inmenso.
Los turistas plantean excelentes preguntas a la guía.
-¿Hay médicos por aquí?
-Sí, pero privados. Algunos doctores vieron el negocio y se instalaron aquí.
-¿Y la basura?
-Se recoge tres veces al día pero sólo en la calle principal. La gente ha de traer sus bolsas a esta calle.
-¿La electricidad es legal o ilegal?
-De eso hablaremos más adelante en un lugar más discreto.
-¿Hay correo?
-Para los que viven en la calle principal, que es la minoría, sí. El resto, tiene que recoger sus cartas en la oficina postal.
-¿Autobuses?
-Hay tres líneas. Pero verán que también se usa mucho el mototaxi.
La empresa Favela Tour pasea a unos 750 turistas al mes por el barrio de la Rosiña.
Sólo tuvo que interrumpir su trabajo en 2004 durante un mes y medio en que hubo varias refriegas entre bandas. En lo que va de año, sólo un día. "Tenemos gente allí, vecinos que nos avisan si hay problemas", asegura Marcelo Armstrong, propietario de la empresa. Uno se pregunta si este tipo de empresas turísticas han de pagar una especie de impuesto a los traficantes del barrio para trabajar sin problemas. Pero el propietario de la empresa, Armstrong, sostiene que no. "Lo único que hacemos es subvencionar una escuela para que estudien niños pobres, pero lo hacemos de forma absolutamente voluntaria".
La siguiente parada transcurre en una casa con terraza con vistas al mar de favelas. "Verán que hay muchos niños con cometas. Las hacen ellos mismos y les ponen cristales en los bordes. El juego, bastante peligroso, consiste en cortar los hilos de las otras cometas". Alguien vuelve a recordar el tema de la luz. "En el pasado no había electricidad. Pero mucha gente de aquí son electricistas y la robaban de la calle. El 80% de la gente no paga electricidad".
El paisanaje es alegre pero el paisaje, desolador. Casuchas que suben unas encimas de otras como personas escalando una montaña. "Una vez que alguien llega empieza a traerse a su familia y sigue construyendo, bien al lado o hacia arriba. Cada día se edifican seis nuevos pisos. Y la gran perjudicada es la famosa selva atlántica de Río de Janeiro". Sólo la calle principal que atraviesa todo el barrio y por la que circula la furgoneta está asfaltada. Las cañerías no merecen tal nombre. "Un día en que le estaba enseñando la Rosiña a unos holandeses", comenta otro guía, "empezó a llover y de repente salió todo el agua de los retretes hacia la calle. No le quiero contar cómo me puse y cómo llegué a casa".
Por lo demás, el barrio tiene de casi todo. Una persona puede pasar ahí el resto de su vida sin apenas bajar a Río. "Como verán, hay hasta alguna oficina bancaria. El banco fue asaltado hace siete años por dos policías militares. Fueron los propios traficantes del barrio los que impidieron el robo".
Cristina Mendoza asegura que a pesar de la violencia y de la droga, la gente en el barrio no parece infeliz. "Tienen un sentido de la solidaridad muy marcado. Organizan los fines de semana barbacoas y se lo pasan en grande". Seguimos camino abajo. "Esta parte del barrio por donde pasamos ahora es donde suele venderse la droga. Cocaína y hachís, básicamente. La heroína es demasiado cara; sólo la consumen quienes tienen mucho dinero. El crack sólo se vende en Sao Paolo. Hay quien dice que los traficantes de Río no quieren crack porque mata a sus clientes demasiado pronto".
En algunas paredes se ven las iniciales ADA. La guía espera a subir en el autobús para contar el significado de ellas. "En los años sesenta y setenta los militares pusieron a los presos políticos junto a delincuentes comunes. Estos últimos aprendieron de los políticos ciertas técnicas de guerrilla. Y de ahí nació el comando más grande de la capital, el Comando Rojo. La mayoría de las favelas están en sus manos. Pero la Rosiña está en poder de otra banda que surgió recientemente: los Amigos de los Amigos (ADA). Sin embargo, en la favela de al lado, en Vidigal, el comando Rojo tiene el poder".
Sale uno de la Rosiña y se mete a bocajarro en el paraíso de las playas. Por la tarde se funde en Copacabana la neblina que forman las miles de gotas levantadas por las olas al chocar contra la arena con el olor a mazorca de maíz frita. La gente bebe agua de coco, juega al fútbol, al boley playa, otros pasean en bañador. Ni los Comandos Rojos, ni las putas, ni los turistas, ni la policía corrupta han podido contra el milagro de Ipanema, Leblón y Copacabana. Tres barrios metidos en tres playas todo el año. Caminas y ves a dos parejas sentadas riendo y una mujer que se levanta y hace como que se come a besos a su amante y él hace como que la rechaza entre la risa de todos.
Vinicius de Moraes, el letrista de La Chica de Ipanema, escribió que la vida es el arte del encuentro. En las tiendas de Río se venden camisetas con esa frase. Pero sus propios compatriotas parecen contradecirle. En el país de las grandes mezclas raciales y religiosas, todo está configurado para que nadie se mezcle. El rico vive a cien metros de la favela y nunca la visitará. El extranjero puede pasear muchas veces por las playas de Ipanema, Copacabana y Leblón sin percatarse de que todo está delimitado. Las fronteras casi invisibles vienen marcadas por los puestos de vigilancia de los vigilantes de la playa. En el puesto nueve de Ipanema plantan sus hamacas los bohemios, la juventud más o menos creativa, los que imponen la moda. En el puesto casi nueve, los padres de los de antes. El puesto ocho es de dominio gay. Pasado un gran cocotero al que llaman el Cocorón, en las inmediaciones del puesto diez, la gente más adinerada. Entre el siete y el ocho, los que viven en la favela de Pavao... Mulatos y negros, sobre todo. Por la mañana, las calles del centro de Río están llenas de comercios, de trabajadores, de vida en definitiva. Cuando empieza a oscurecer, a partir de las cinco de la tarde, es como si cambiara el decorado y entraran en escena otros figurantes. Las calles se quedan llenas de cartones, meadas, borrachos y drogadictos. Por la mañana, de nuevo los trabajadores ocupan su espacio en el centro. El arte del desencuentro. En teoría, los negros pueden acceder a cualquier tipo de trabajo. Pero la realidad es que sólo los admiten en los peor remunerados. Los mozos de carga en los hoteles suelen ser negros. Los porteros de las discotecas, también.
Y la mayoría de los indigentes que acuden al llamado restaurante popular de la Estación Central de Brasil también son negros. Por ahí pasan 3.300 personas al día. Al Estado le cuesta el equivalente a un euro cada bandeja. Y ellos pagan treinta centavos. En 1998 este lugar se hizo conocido en todo el mundo cuando el director de cine brasileño Walter Salles filmó la película Estación Central de Brasil. Contaba la historia de una antigua maestra, encarnada por la actriz Fernanda Montenegro, que se ganaba la vida por los pasillos de la estación escribiendo las cartas que le dictaban los viajeros analfabetos. Un día se vio obligada a hacerse cargo de un niño cuya madre murió atropellada en la misma puerta de la estación. La maestra intentó en un primer momento deshacerse del pequeño. Pero al final optó por acompañarle por todo Brasil al encuentro de su padre. La película hizo llorar al país entero y a medio mundo.
Pero, ¿de verdad hay en la Estación Central de Brasil gente que coloca su mesita, su folio y su bolígrafo y copia las cartas que otros le dictan? "Había un hombre, un mulato que se dedicaba a eso", explica un funcionario. "Pero murió hace ocho años. Ahora hay algo parecido". En efecto, bajas al piso inferior y en una sala limpísima, aparece un letrero sobre una ventanilla, un letrero bien grande que pone: "Cartas populares Fernanda Montenegro". Y detrás de la ventanilla, una señora con un ordenador. "A raíz de la película", comenta la funcionaria, que prefiere no dar su nombre, "la Administración puso este servicio hace unos tres años. La gente viene aquí, me dicta lo que quiere, yo lo copio, lo imprimo y lo mando por correo. Todo es gratuito".
Pero la gente más agreste de Río de Janeiro no se encuentra en la Estación Central. Sino en las favelas. Un sábado por la noche. Y no en cualquier favela ni cualquier sábado, sino en aquéllas donde se celebran los bailes funkies. "A la burguesía no le gusta ese baile, lo ven como muy de la favela. Los movimientos del baile son demasiado explícitos, como si se hiciera el amor", señala el antropólogo carioca Antonio de Jesús Silva. Pero tampoco le gustaba a la burguesía de principios del siglo XX la samba, cuando estaba prohibida. Y ahora la baila todo el mundo. De momento, ninguna agencia turística se ha atrevido a explotar el negocio del funki en las favelas. En junio de 2002 el periodista mulato Tim Lopez, de 51 años, empleado de la cadena Globo, intentaba elaborar un reportaje sobre tráfico de drogas y prostitución infantil. Escondía una microcámara en un baile funki en la favela Morro de los Alemanes. Un tribunal de delincuentes lo condenó a ser torturado, muerto, despedazado y quemado. La policía identificó sus restos por el ADN.
La noche del sábado 12 agosto se organiza un gran baile funki en la favela del Castillo de las Piedras. Es grato comprobar que no hay ni un solo turista en varios kilómetros a la redonda. Antes de acceder a la sala dos chicas cachean a todas las mujeres y cuatro mulatos a todos los hombres. En otras favelas los conciertos se celebran al aire libre y los narcotraficantes bailan con los fusiles y las ametralladoras colgadas al hombre. En Castillo de las Piedras muchos de los chavales entran en bañador y con zapatillas de deportes. Otros, con la camisa quitada. Hay algunos con cara de delincuente y otros con pinta y ropa de millonarios o hijos de millonarios. En ese rincón de la favela la vida, efectivamente, parece el arte del encuentro. Mulatos, negros y rubios bailan imprimiendo a la cintura todo tipo de movimientos imaginables. Ése también. Durante la dictadura militar de Brasil (1964-1985) Chico Buarque cantaba una canción protesta que decía: "Sé que a ti no te gusto, pero a tu hija sí". Hoy, los cantantes y bailarines de funki en las favelas podrían decir lo mismo. De vez en cuando se produce algún tumulto, alguna pelea en alguna parte de la sala y los porteros lo solventan rápido. La música no para de sonar. Hasta los porteros bailan un poco mientras cachean. Cuanto más tiempo bailando, más torsos desnudos. Pero sólo de hombres. Algunas jóvenes apoyan las manos en sus rodillas y se contonean como si hiciesen el amor. En este contexto, en este momento, nada llama especialmente la atención. No hay un grupo de personas mirando a nadie en concreto. La gente parece inmensamente feliz.
Esa misma mañana a las siete, en ese barrio, el del Castillo de las Piedras, ardieron por causas desconocidas 200 favelas. Dos mil familias se quedaron sin hogar.
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