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MANERAS DE VIVIR
Columna
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Odiosa y feliz vida de hotel

Rosa Montero

Viajo tan a menudo que creo que me he pasado media vida durmiendo en un cuarto de hotel. Exagero, desde luego, pero poco. Por otra parte, para conocer de verdad lo que es estar en un hotel hay que viajar solo. Las estadías vacacionales en grupo, a dos o más por cuarto, difuminan las características del establecimiento. Si vas en pareja, en familia, en horda amistosa, acarreas contigo parte de tu mundo y permaneces dentro de una burbuja de protección y continuidad doméstica, al igual que el buzo se protege con su traje del contacto del agua. Viajar solo, por el contrario, es como sumergirse en el mar a pulmones y desnudo. Nada te separa ni te resguarda de la sensación de anonimato, de provisionalidad y de nomadismo.

"CAda habitación te permite jugar al perpetuo comienzo, como si estrenaras identidad"

Los viajeros habituales en solitario suelen serlo por razones de trabajo, esto es, de manera más o menos obligatoria, y se pueden dividir en dos grandes grupos: aquellos a quienes gusta estar en un hotel y aquellos a quienes horripila la experiencia. Se habla poco de ello, probablemente porque se trata de una fobia que avergüenza a quien la padece, pero lo cierto es que hay muchas personas a quienes asusta más dormir solo en un hotel que, por ejemplo, viajar en avión, por citar otro pavor bien conocido. Los catálogos norteamericanos de venta por correo, que ofrecen los objetos más peregrinos, conocen bien este filón mercantil y anuncian diversos artefactos para el fóbico hotelero, como, por ejemplo, todo tipo de cerrojos portátiles de colocación instantánea, mecánicos o de infrarrojos, para poder bloquear maniáticamente puertas y ventanas del cuarto alquilado; o bien estruendosas alarmas de viaje con un botón de pánico que uno puede pulsar si le ataca el ídem en mitad de la noche; o detectores de humo personales contra fuegos capciosos. Porque el fóbico hotelero teme a los ladrones, a las llamas, a los terremotos; teme ahogarse mientras duerme, o que le dé un telele. Tiene, sobre todo, miedo al miedo, es decir, a sufrir una crisis de angustia o de pánico al sentirse tan solo en cama y tierra extraña, en la desprotección total de la noche y el sueño. Como toda fobia, puede llegar a ser muy inhabilitante. Sé de un par de escritores españoles muy conocidos que apenas si viajan por ese problema, o que, y esto es aún peor, a veces dicen que sí a la participación en algún acto literario y en el último momento dejan a todos plantados con cualquier excusa porque no consiguen remontar su miedo.

A otros viajeros habituales, por el contrario (yo me encuentro entre ellos), les gusta esa sensación de extranjería, la falta de memoria y de raíces, la libertad del anonimato. Cada habitación de hotel es un mundo distinto que te permite jugar el juego del perpetuo comienzo, como si estuvieras estrenando casa e incluso identidad. Por una noche puedes disfrutar del nebuloso alivio de sentirte nuevo y sin pasado. Hay una extraña liviandad en vivir así, como si tus problemas y tus compromisos se hubieran quedado aparcados en otra parte del mundo, aguardando tu vuelta. Este sentimiento de irresponsabilidad se incrementa cuando te sientes bien cuidado, cosa que sucede en esos buenos hoteles (que no son necesariamente los más caros) capaces de mimarte como si fueras un niño en el día de su cumpleaños.

Y así, algunos huéspedes se permiten una especie de retorno a la infancia, y se dan grandes baños de espuma que nunca se les ocurriría tomar en su casa, o disfrutan atesorando los champúes, las maquinillas de afeitar y demás fruslerías que los hoteles regalan. También sé de una estupenda y famosa novelista extranjera que, en sus giras promocionales, hace acopio de centenares de estas botellitas cosméticas, hasta el punto de viajar con una maleta sólo para eso. Disculpen que todos mis ejemplos sean de escritores, pero es el grupo de viajantes de comercio al que pertenezco: el de los vendedores de palabras.

Claro que incluso el amante de los hoteles atraviesa por momentos amargos. Cuando tu cuarto es deprimente y horroroso. Cuando pasas frío en los inviernos y calor torrefactante en el verano. Cuando hay ruidos infernales durante toda la noche, o encuentras pelos, bichos o indescriptibles mugres en la habitación. Pese a todo esto, los hoteles mantienen el suficiente encanto como para que algunas personas sueñen con acabar sus vidas alojados en ellos. Como hizo (otro ejemplo literario) el gran novelista Nabokov, que vivió durante muchos años y hasta su muerte en un hotel de Ginebra. La verdad, yo le entiendo y hasta le envidio un poco.

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