Utópicos del mundo, uníos
Hace 20 años, Larry Harvey quemó una figura humana tras el final de una historia de amor. Con el tiempo, ese gesto se ha convertido en el Burning Man Festival, la cita más famosa para los utópicos del planeta. Arte y liberación. La próxima semana vuelven a reunirse en el desierto de Nevada
El viaje hasta Black Rock City es largo tanto por su duración como por los preparativos necesarios antes de emprenderlo. Intuyo que se trata de un filtro natural que obliga a reflexionar al viajero antes de apuntarse alegremente a un festival más. No en vano me dirijo a la única ciudad del planeta que, a pesar de contar con más de 40.000 habitantes, no se encuentra en ningún mapa. Saliendo desde Europa, la cosa no es sencilla. Tras un mínimo de dos escalas de aeropuerto, alquilar un coche que haga las veces de vivienda y aprovisionarme de todo lo necesario para sobrevivir una semana en el desierto, me encuentro al fin conduciendo por una recta infinita que cruza el Estado de Nevada. Una vez más vuelvo a ojear el dorso de mi entrada. No deja dudas: todos los participantes asumen cualquier riesgo de accidentes e incluso de muerte. Se trata de una eventualidad que, al parecer, asumen con una sonrisa en los labios, año tras año.
Al caer la noche, un gigantesco círculo humano, casi tribal, toma forma en torno al Burning Man
Harvey, fundador: "Se puede crear una experiencia sagrada sin recurrir a un dogma o una ideología"
"Si fuera un lugar de consumo, no conduciría a nada. Sólo nos llevaría a sentir ansiedad"
Recuerdo ahora la gran mancha blanca al norte de Reno que observé en un mapa del Estado de Nevada antes de salir. Se trata del desierto de Black Rock, el mismo que National Geographic ha identificado como el lugar más desolador de EE UU. Aquí, en una planicie brutal y apocalíptica, expuesta a vientos de 120 kilómetros por hora y tormentas de polvo alcalino, se levanta la ciudad más onírica del mundo. Eso sí, durante una semana al año.
Mi destino es una llanura absoluta, donde no hay vida vegetal, donde ni siquiera se pueden encontrar insectos. Un espacio vacío que se transforma año tras año, a finales de agosto, en el hogar temporal de espíritus creativos de todo el mundo.
Cientos de kilómetros de desierto cegador y surge de nuevo la pregunta: ¿merece la pena este esfuerzo? En el retrovisor, una imagen aporta la respuesta: Una escuadrilla de ovnis sobre ruedas se sitúa a mi costado desplegando un arsenal de sonidos ululantes y luces giratorias.
Lo cierto es que en la ciudad temporal de Black Rock City tiene lugar el experimento social, subversivo y artístico más radical de las últimas décadas. Un modelo utópico hecho realidad, conocido globalmente como Burning Man (Hombre Ardiendo). Nada se compra ni se vende. En Burning Man el dinero pierde todo su valor cotidiano cediendo su poder a la economía del regalo y el intercambio. Autosuficiencia, responsabilidad, participación activa y no dejar rastro una vez abandonado el espacio configuran el ADN de esta experiencia colectiva.
El ojo del recién llegado puede intuir, al principio, cegado por una avalancha de impactos visuales que no dan tregua, tintes de secta o vestigios del movimiento hippy de los sesenta. Sin embargo, en esta comunidad participan académicos, ingenieros especializados en robótica, cirujanos, artistas, intelectuales y ciudadanos del mundo, que prefieren referirse a esta experiencia como "un evento sin espectadores", donde la creación colectiva es el espectáculo. Algunos lo definen como muestra de arte sin etiquetas; otros, como una alternativa a la sociedad de consumo. Aquí no hay autopistas ni semáforos; tampoco tiendas, restaurantes ni hoteles. Sus habitantes reniegan de los logos, las marcas y las jerarquías. En Burning Man no hay sueldos ni horas extras. No hay jefes ni empleados. Sus ciudadanos, también conocidos como burners (los que queman), no parecen echarlos de menos. Disponen, sin embargo, de administración propia, infraestructura urbana y servicios básicos. Durante el evento se editan decenas de periódicos de tirada diaria y más de 30 estaciones de radio emiten continuamente. Hay servicio de correo y mensajería, un hospital, una red de transporte público, iluminación, cines al aire libre, bares, clubes de jazz y discotecas. Todo esto insertado en un diseño urbanístico magistral por su sencillez y eficiencia.
Angel Dust, catedrática de Literatura en la Universidad de Stanford en la vida real, es aquí una voluntaria más. "Para mí esto es como el infierno de Dante instalado en Las Vegas, mezclado con una película de Mad Max que se proyecta durante una rave", comenta mientras ajusta unas tuercas.
Mitchell, editor del Black Rock Gazette, el periódico oficial de Black Rock City, acaba de terminar la reunión matinal con su equipo. Disfrazado de mariposa gigante, intenta limpiar sus gafas del polvo harinoso que lo impregna todo: "El Black Rock Gazette es un periódico de tirada diaria, con el matiz de que se produce en medio del desierto. Todos somos voluntarios, aquí nadie cobra. Entre editores, periodistas y fotógrafos estamos hablando de unas 90 personas".
Sentado en su hamaca, bajo una gran sombra hecha de telas coloristas, recibe Larry Harvey, el fundador de Burning Man. Recuerda al Clint Eastwood de los ochenta. Semioculto tras sus gafas de aviador, este sheriff apolítico, duro y modesto, comenta que todo lo sorprendente y mágico que ocurre en la ciudad se debe a sus habitantes, no a la organización. "Para venir aquí tienes que estar dispuesto a viajar cientos de kilómetros, a sobrevivir en un entorno hostil. Tienes que estar dispuesto, si continúas viniendo, a dar algo. A participar. Esto no es una franquicia, no es un McDonald's. Si fuera un lugar de consumo más, la gente regresaría a sus casas saciada de haber comprado entretenimiento. No conduciría a nada, sólo nos llevaría a sentir ansiedad, a querer engullir más ocio en lugar de alcanzar un estado emocional de bienestar". Su relato burner no deja indiferente: "La guerra o Dios. Éstos son los grandes unificadores de la sociedad. No podemos permitirnos una guerra y ya no creemos demasiado en Dios. Pero se puede crear una experiencia sagrada sin recurrir a un dogma o una ideología".
Harvey, de 57 años, mira con orgullo y sorpresa hacia el horizonte por el que continuamente circulan personajes y vehículos que rayan en lo indescriptible. Con su proverbial sombrero de cowboy y sus botas de vaquero, explica cubierto de polvo cómo surgió Black Rock City hace 20 años. Todo empezó en el verano de 1986, cuando Harvey quemó una figura humana de madera en una playa de San Francisco. La quema, motivada por el final de una relación de pareja, significó, para él, un antes y un después. En el después la marea humana fue creciendo. Y en 1990 se trasladaron al desierto de Nevada. Burning Man pasaba de ser la fogata personal e íntima de un solo hombre a una Torre de Babel surrealista que atrae cada año a decenas de miles de personas de todo el mundo. "El trazado de la ciudad en el desierto tiene forma de brújula porque en este espacio es muy fácil desorientarse, lo que en el desierto significa la muerte", explica Harvey. "Este entorno no perdona a no ser que la gente esté conectada entre sí. Con el tiempo nos dimos cuenta de que para sobrevivir era necesario disponer también de un norte moral, y esto implicaba crear unas reglas muy simples".
La quema de la escultura del hombre, símbolo de la experiencia, sigue significando, para la mayoría, el momento más esperado. Lentamente, al caer la noche, un gigantesco círculo humano, casi tribal, toma forma en torno al Burning Man, una figura de unos 25 metros de altura.
Con el paso de los años, junto al principio original de la libre expresión, Burning Man ha cultivado una ética quizá menos evidente pero no menos profunda: el culto a la responsabilidad cívica. En Burning Man no hay papeleras ni contenedores de basura. Todo lo que los participantes traen consigo deben llevárselo de vuelta o quemar los materiales que no produzcan residuos tóxicos en piras colectivas. Se trata de un principio básico de esta comunidad temporal y de una exigencia del Departamento de Gestión de Terrenos del Estado de Nevada.
La preservación del espíritu original de Burning Man, manteniéndolo alejado de tentaciones comerciales, es una de las claves de su carácter, que lo distingue de otros muchos festivales. A lo largo de dos décadas, la organización ha rechazado incontables ofertas de patrocinadores y no ha dudado en demandar a los empresarios que han pretendido relacionar el logo y la imagen del evento con sus productos.
Pero Burning Man es mucho más que una comunidad temporal. Es un espacio dedicado a la creación artística, donde no hay cabida para representantes o marchantes de arte, coleccionistas o museos. Uno de los objetivos básicos consiste en democratizar el arte. El espíritu creativo está en la esencia de todo ser humano, y sobre este principio funciona una fundación que el año pasado otorgó 425.000 dólares para los proyectos más relevantes. Andie Grace, también conocida como Action Girl, trabaja todo el año como coordinadora del departamento de comunicación y asegura que aquí se pueden hacer cosas impensables en cualquier otro lugar: "No hay ningún museo en el mundo donde puedas crear esculturas de 15 metros de altura con un lanzallamas".
Burning Man trasciende sus límites temporales y geográficos convirtiéndose en un movimiento contracultural que sigue en pleno funcionamiento durante todo el año. Desde el año 2000, ha donado 250.000 dólares a organizaciones benéficas en Nevada y mantiene programas de colaboración con instituciones locales todo el año.
Como ejemplo de solidaridad, lo que sucedió el año pasado. Hacia el ecuador del evento, llegaron las noticias del huracán Katrina. De inmediato se formó un equipo de voluntarios que logró recaudar 35.000 dólares en tres días, y partió un contingente de voluntarios para ayudar a reconstruir casas, iglesias y hospitales en Nueva Orleans. Se quedaron ocho meses. Por el día, limpiaban y construían aplicando sus conocimientos en supervivencia en condiciones extremas y edificación con materiales reciclables; por la noche, creaban sus proyectos artísticos a partir de la basura. Con el nombre de Burners Sin Fronteras, la experiencia permitió desplegar otro equipo en Tailandia para ayudar en la reconstrucción de los pequeños poblados afectados por el tsunami.
Como una epidemia lúdica y creativa, el contagio se extiende. Grupos de participantes veteranos han comenzado a trasladar los principios de Burning Man al exterior, formando colectivos regionales. El modelo está siendo reproducido en otras partes de Estados Unidos y en países tan lejanos como Japón.
En Europa se acaba de celebrar la tercera edición de Nowhere (Ningún Sitio) en algún lugar del desierto de los Monegros, en Aragón. La localización exacta sólo se conoce al adquirir la entrada, para "evitar ser identificados con festivales comerciales", en palabras de sus organizadores. "Miles de europeos que viajan cada año a Nevada nos han animado a crear un encuentro inspirado en Burning Man para Europa, donde últimamente no andamos sobrados de experiencias imaginativas", comenta Enrique Recio, uno de los coordinadores de Nowhere.
El humo utópico de las hogueras de esta ciudad imposible de Nevada se esparce por el mundo real en forma de nuevas miradas, actitudes y sueños. De vuelta a casa, quien ha vivido la realidad de esta utopía, no puede dejar de hacerse una pregunta: ¿Seremos capaces, algún día, de vivir en ciudades sin papeleras?
Más información: www.burningman.com y www.nowheredays.com
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