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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Voto inmigrante

La posibilidad de que se reconozca el derecho al voto en las municipales a los extranjeros no comunitarios (planteada por el PSOE e IU en una proposición no de ley) está provocando una tormenta, ya se verá si de verano, en Cataluña. Las objeciones de varios dirigentes nacionalistas, en el sentido de que habrían de establecerse requisitos -como el conocimiento de la lengua, cultura e identidad catalana- para hacer efectivo ese derecho, han sido rechazadas como "xenófobas" y propias de la "extrema derecha" por el líder de Iniciativa (ICV), Joan Saura.

La definición pujolista que proclamaba que es catalán quien "vive y trabaja en Cataluña", o las de Carod Rovira sobre la superación del nacionalismo etnicista, van a ponerse a prueba ante los efectos que podría tener en su momento la extensión del derecho de voto a los casi 900.000 extranjeros (más del 12% de la población) residentes en Cataluña. El diputado de CiU Felip Puig ha pedido cautela para evitar decisiones que podrían ser "una amenaza para el proyecto de país" y ha advertido de que "Catalunya no puede regalar derechos políticos" a unos inmigrantes que ni tan siquiera "tienen la cultura de saber lo que es votar en sus países".

Son argumentos que recuerdan, salvando las distancias, a los esgrimidos en tiempos de la República por sectores de la izquierda para oponerse al voto de las mujeres, por presuponerlo mayoritariamente conservador. En las constituyentes de 1931, el portavoz del Partido Radical propuso reconocer ese derecho, pero no en la Constitución, sino en una ley electoral, a fin de poder revocarla si se comprobaba que el voto femenino favorecía a los partidos reaccionarios. Condicionar de esa manera, por razones ideológicas, el derecho al voto de una parte de la población es la negación misma del principio democrático. En este caso, además, hay una especie de prejuicio de clase, ya que la exigencia de conocimiento de la lengua no se plantea respecto a los extranjeros de países comunitarios residentes en Cataluña.

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El consejero socialista de Economía, Antoni Castells, ha invocado una imprecisa "voluntad de arraigo" para reconocer el derecho al voto de esas personas. El derecho al voto no tiene por qué estar condicionado a ninguna convicción subjetiva del votante. En la tradición liberal democrática, vota el ciudadano avecindado en uno de los municipios del territorio y que paga sus impuestos. Si un extranjero regresa a su país, dejará de tener derecho a votar en ese municipio; pero mientras resida en él lo lógico es que pueda votar.

El catalanismo político ha tenido a gala su voluntad integradora de los ciudadanos llegados del resto de España, según le reprochaba hace más de 100 años el vasco Sabino Arana. ¿No sería absurdo que abandonase ahora esa tradición, negando o condicionando el derecho al voto de los nuevos inmigrantes?

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