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Arte y crimen

Rafael Argullol

La exposición de algunas esculturas de Arno Breker en la Schleswig-Holstein Haus de Schwerin, en Alemania, suscita una considerable controversia entre los partidarios de exhibir la obra del escultor y los reacios a esta idea. El caso de Arno Breker, el escultor de Hitler, es similar al de Leni Riefenstahl, la cineasta de Hitler, y cercano al de Albert Speer, el arquitecto de Hitler. El de este último es el más complejo, y sin duda el más grave, puesto que Speer participó como ministro en las tareas del Gobierno nazi, y en función de esto fue juzgado y condenado en Núremberg.

Sin embargo, fuera de este decisivo matiz, se trata de tres destinos que convergen en la zona más negra de la historia del siglo XX. Los paralelismos en las respectivas trayectorias artísticas son reveladores. Speer, un joven arquitecto de notable talento cuando conoce a Hitler, ha sido formado en un ambiente vanguardista y en ningún momento, con posterioridad, cuando ya está al mando de los grandes proyectos del Tercer Reich, reniega de su formación o de sus profesores. Riefenstahl aprende su refinada técnica en los círculos expresionistas y en un singular cine romántico de alta montaña. Antes de ponerse al servicio propagandístico del Reich, Riefenstahl rueda varias películas en las que exalta la naturaleza de un modo casi panteísta. Con todo, su técnica procede del expresionismo. Con Arno Breker ocurre algo semejante. Nacido en 1900, cuando se convierte en el escultor favorito de Hitler aún no ha cumplido 40 años. Parte de su juventud la ha pasado en París y sus interlocutores han sido los artistas de vanguardia.

Estamos pues, en los tres casos, ante artistas de talento que han compartido itinerario con el arte europeo más innovador. Ninguno de los tres, no obstante, se resiste a la seducción totalitaria de Hitler. (Aún falta escribir la historia de los buenos artistas de vanguardia comprometidos con el fascismo en Italia, España o Portugal y con el estalinismo en Rusia). Speer y Riefenstahl se han defendido en sus memorias, y Breker, más silencioso, lo ha hecho ante amigos y en alguna confesión aislada. Los tres se consideran artistas y tienden a negar cualquier responsabilidad.

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Naturalmente ésta es una disculpa poco aceptable porque es poco creíble. La de artista es una profesión como otra cuando se incurre en un crimen. Más interesante para nosotros es prestar atención al giro estético que practican los tres una vez han entrado en la zona negra del nacionalsocialismo. Speer deja de lado sus primeros proyectos, funcionales y austeros para incorporar, paso a paso, los delirios arquitectónicos de Hitler, el frustrado estudiante de arquitectura austriaco. El Reich necesita contemplarse en la eternidad de la piedra y Speer se pone al frente de sus sueños megalómanos. (No es el único ejemplo puesto que Stalin hace lo mismo en Rusia y los británicos, en India; sueños de piedra para imperios milenarios). Riefenstahl cambia el panteísmo cinematográfico de alta montaña por los decorados marciales de los aquelarres nazis en Múnich o Berlín. Breker, por su parte, renuncia a toda experimentación en su escultura, hasta entonces muy inspirada por Rodin, para concentrarse en el hieratismo y la rigidez del poder.

En otras palabras, lo errado en las autodefensas que hacen de sus trayectorias estos tres personajes es ese refugio en la calificación de artista cuando, en realidad, al entrar en contacto con la zona negra, los tres se traicionan como artistas y se convierten en marionetas del poder. A la experimentación le sucede la necesidad de persuasión, a la crítica la retórica.

El poder totalitario exige que la traición de los artistas transforme el arte en propaganda. Eso no quiere decir en modo alguno que la técnica o la calidad constructiva se pierdan en el traicionero paso del arte a la propaganda. Lo que se pierde, y de manera irreversible, es el espíritu. En la propaganda disfrazada de arte no hay espíritu sino simulacro y sumisión. Pero la base técnica puede permanecer. Mussolini y Stalin contaron con pintores, escultores y arquitectos muy capaces.

En esta dirección Hitler hace una astuta elección con los artistas que estaban dispuestos a traicionar al arte. Albert Speer, buen arquitecto, le organiza las gigantescas escenografías para sus desfiles, le proyecta cúpulas, avenidas y ciudades y, por si fuera poco, como ministro de armamento, se hace cargo de sus más sonadas destrucciones. Leni Riefenstahl, buena realizadora, filma los ritos y los gestos del Reich para que, multiplicados sus efectos por la cinematografía, reverberen en todos los rincones. Y a Arno Breker, buen escultor, le corresponde la tarea de poner cuerpo a los nuevos mitos y a los nuevos héroes; y surgen así esas esculturas sin alma pero suficientemente aplastantes como para recordar siempre la sombra del poder. La tragicidad heredada de Rodin se disuelve en esa mezcla de patetismo y artificio propia de la propaganda que usurpa el lugar del arte.

La culpabilidad de Breker como cómplice de Hitler -mayor o menor, incluso penalmente- no debe desorientarnos con respecto a su otra responsabilidad, aquella en la que incurre, como artista, en contra del arte. Pero esto no impide que técnicamente Breker fuera en todas las etapas de su vida un notable escultor: cuando en la juventud se formó en los círculos parisienses, cuando en la madurez creó megalómanamente al servicio del crimen, cuando en la vejez volvió a alimentarse de sus fuentes juveniles.

¿Por qué no exponer la obra de Arno Breker, o mostrar las ideas arquitectónicas de Albert Speer, o proyectar las películas de Leni Riefenstahl? Es preferible acabar de una vez con las lagunas y omisiones de manera que todo el subsuelo salga a flote. Es preferible asimismo acabar de una vez con las historias maniqueas del arte que tanto abundaron en la segunda mitad del siglo XX. No creo para nada que Breker sea de los mejores escultores de la pasada centuria, pero sí es de los más idóneos para representar lo que sucede en el arte al entrar en contacto con las zonas negras de la Historia.

Hay que enseñar a Arno Breker como lo que es: un buen escultor, el cómplice de un crimen, un traidor al arte.

Rafael Argullol es escritor.

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