De la sartén al fuego
En asuntos de memoria histórica predominan los que creen en la vieja idea de Chateaubriand de que el historiador es un encargado de vengar a los pueblos -quién el culpable, quién la víctima-, en lugar de relatar el cómo y el porqué de los acontecimientos. Historiadores así -hoy, tanto escritor- buscan judicializar la historia, en interminable revancha contra el tiempo. Pero, a veces, los actores de cada suceso, incluso los bienintencionados, no tienen conciencia de las consecuencias de sus decisiones, como candorosamente reconoció el emperador Guillermo II en la primera gran guerra: "No quise eso".
Tampoco el papa Inocencio III quiso el saqueo de Constantinopla por sus cruzados, ni quizás el cardenal Ratzinger habría mandado suprimir del vocabulario católico, en el año 2000, la expresión "Iglesia hermana" para nombrar a la ortodoxia, si hubiera intuido que cinco años más tarde sería elegido pontífice máximo de la Iglesia latina. Comentando esa circunstancia, el teólogo ortodoxo Jean-François Colosimo escribió: "El dilema de Benedicto XVI consiste en deshacer lo que hizo el cardenal Ratzinger".
LA GRAN CONTROVERSIA. Las iglesias católica y ortodoxa, de los orígenes a nuestros días
Jean Meyer
Tusquets. Madrid, 2006
481 páginas. 25 euros
Parece utópica la idea de unir a las muchas partes en que está partida la Iglesia nacida en la Palestina romana tras la crucifixión de Jesucristo. Jean Meyer inicia esta historia del gran cisma cristiano con un símbolo: ni siquiera celebran el mismo día la fiesta de la resurrección del fundador. No fue así hasta 1583, cuando Gregorio XIII promulgó la reforma, científicamente correcta, del calendario romano juliano, que se venía retrasando un día cada 128 años. La decisión fue que todas las fechas se adelantaban diez días, es decir, el equinocio primaveral ya no ocurriría el día 21 de marzo, sino el 11.
Los protestantes -el otro gran cisma-, pese a su odio al papismo romano, aceptaron poco a poco el nuevo calendario, pero las iglesias de Oriente denunciaron la reforma "como una invención del diablo". Meyer subraya que si los cristianos no pudieron ponerse de acuerdo sobre un cómputo astronómico tan elemental, para seguir celebrando el mismo día su mayor fiesta, menos podrán hacerlo en asuntos teológicos sobre los que han tenido tantas discusiones, a veces tan tontas que desde entonces se conoce a esa situación como "bizantinismo". Por el camino se han acumulado, siglo tras siglo, ofensas, batallas, cruzadas, crímenes, inquisiciones y persecuciones recíprocas.
Paul Valéry sostuvo que la
historia vuelve a las naciones amargas y vanas, les quita el sueño y no deja cicatrizar las viejas heridas. "La guillotina, afortunadamente, no está a disposición de los historiadores", dijo a propósito de sus feroces desacuerdos en el primer centenario de la Revolución Francesa. Ha ocurrido lo mismo con las religiones, en especial en torno al gran cisma cristiano. Las religiones abrahámicas son hoscas, tristes, recelosas, pesimistas.
"Millones de niños, generación tras generación desde hace más de mil años, han escuchado en el mundo grecorruso los aterradores relatos de las escenas vividas por sus antepasados en algún episodio del antagonismo secular entre los latinos y nosotros, de la misma manera que millones de niños del mundo católico eslavo (polacos, lituanos, croatas
...) escucharon generación tras generación aterradores relatos de las escenas sufridas por sus familias durante siglos". Tomo la cita de Jean Meyer, francés nacido en 1942, que ha escrito en español esta historia de la gran controversia cristiana porque vive y enseña en México desde 1965, y allí ha elaborado gran parte de su ya voluminosa obra, de la que conviene destacar una sobre la terrible guerra de los cristeros, con el título de La Cristiada (1975) y, otra sobre Rusia y sus imperios (Tusquets, 1997). La brillantez de esos trabajos presagiaba que culminaría con eficacia éste de ahora, como en la metáfora de las cerezas. Resultado: La gran controversia fue finalista hace un año del Premio Comillas de historia y ensayo.
Hay en la historia de este
gran cisma fechas señaladas y muchas fechorías. Meyer las analiza y relaciona. Por ejemplo, la decisión de la todopoderosa y rica Roma, en 1302, de proclamar que "no hay más que una Iglesia, fuera de la cual no hay salvación". De ahí, las cruzadas, las conquistas, las inquisiciones. "El catolicismo belicoso", describió Dostoievski. En el imaginario de una y otra parte, los cruzados saquean Constantinopla, o la abandonan a los turcos; los ortodoxos martirizan a san Josafat Kuntsevich; los rusos se reparten Polonia; los croatas católicos masacran a sus compatriotas ortodoxos durante la Segunda Guerra Mundial; los ortodoxos agradecen a Stalin la supresión, en 1946, de la Iglesia grecocatólica. "Cuentos de nunca acabar", sostiene Meyer. Pero cuentos ratificados muchas veces por el historiador, que le da la razón a Paul Valéry.
Especial importancia se concede a la que Meyer llama la tercera Roma: Rusia. En Occidente, el Papa-césar; en Oriente, el zar-Papa. Religión y geopolítica de continuo. Se dice que cuando triunfó la revolución soviética, Roma se alegró. Los enemigos de mis enemigos son mis amigos: Lenin no podía ser peor que el derrocado zar. También los cristianos rusos pensaron entonces que ir del zarismo ruso al papado romano sería, como dice el proverbio ruso, caer de la sartén al fuego. En ésas están, unos y otros, sin remedio aparente.
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