Sonrisa de imbécil
Aniquilado por la desdicha, después de que le hayan arrancado los ojos, de haber sido traicionado por uno de sus hijos y haber perdido al otro, el conde de Gloucester aúlla: "Como moscas en manos de niños crueles / somos para los dioses: nos matan por diversión". Pascal pide que imaginemos un número de hombres encadenados y condenados a muerte; varios de ellos son degollados a diario y a la vista de los demás, quienes ven su propio destino en el de sus semejantes y, mirándose unos a otros con dolor y sin esperanza, aguardan su turno. "Esa es la imagen de la condición de los hombres", concluye Pascal. No es que me proponga arruinarles el maravilloso domingo que tienen por delante, pero reconocerán conmigo que tanto la imagen de Pascal como la del personaje de El rey Lear proponen un juicio y una visión bastante ponderados de lo que somos. Un pelín optimistas, de hecho, y desde luego nada novedosos. Porque la verdad es que ni el más descerebrado cantamañanas ignora cómo se las gasta la realidad, y todos hemos pronunciado o eschuchado frases parecidas a la que un día escuchó Juan Madrid en el retrete de caballeros de la Puerta del Sol: "La vida es como la escalera de un gallinero. Corta y llena de mierda". En estas condiciones, sabiéndonos moscas en manos de niños que matan por diversión y condenados a muerte que asisten a la muerte de sus congéneres mientras aguardan la propia sentados en la escalera del gallinero, que haya gente que profese un amor desatinado a la vida no deja de ser un disparate por lo menos chocante.
Pero el hecho es que la hay. No me refiero a quienes profesan ese amor de boquilla y en realidad viven tan tristes y aterrados como los demás; tampoco a los niños ni a los dementes, que no saben dónde están ni lo que les espera ni lo que se hacen. Me refiero a nosotros: a usted y a mí. Esta mañana, sin ir más lejos, mientras me miraba al espejo antes de afeitarme he visto lo que veo muchas mañanas: una portentosa sonrisa de imbécil surgida de la convicción irracional de que tengo por delante un domingo maravilloso en el que seré feliz y en el que contagiaré mi felicidad a cuantos me rodean. No mienta: también usted acaba de verla en el espejo. ¿De dónde sale? No se sabe. Es una sonrisa involuntaria, cretina, perfectamente absurda e incompatible con cualquier idea razonable de lo real y con cualquier previsión mínimamente sensata del porvenir, una sonrisa que sólo puede obedecer a un instinto inexplicable para el que no existe otra palabra que la palabra alegría, que es el otro nombre que le damos al amor a la vida. Por supuesto, ese instinto sería explicable si por un momento perdiéramos el miedo, porque sólo se puede ser feliz viviendo sin temor, pero nadie en su sano juicio pierde el miedo sabiéndose una mosca rodeada de mierda y condenada a muerte; además, no tener miedo no es cosa de valientes, sino de temerarios: los valientes son los que tienen miedo y se lo aguantan. No hace mucho, en el curso de una entrevista, Miguel Mora le preguntó al viejo torero Rafael de Paula si se emocionaba más toreando o viendo torear a los demás, y De Paula contestó que sólo se emocionaba hasta las lágrimas toreando. "No por lo bien que lo hiciera", aclaró. "Sino por vencer el miedo". La respuesta me recordó aquella reflexión a propósito de Juan Belmonte que le hizo José Bergamín a Gonzalo Suárez -y que ahora puede leerse en un libro vibrante: La suela de mis zapatos-: "Él salía a la plaza muerto de miedo. Y, como estaba muerto, ya no le tenía miedo al toro. Por eso a Belmonte no le mató nunca un toro, y sí a Joselito. Porque Joselito no sabía que estaba muerto". Así que uno sólo puede superar el miedo con más miedo. Así que uno sólo puede amar de veras a la vida cuando ya se ha dado por muerto. Así que en esa sonrisa de imbécil que nos humilla por las mañanas está todo el coraje de un conde ciego que, a pesar de que aúlla mientras aguarda una muerte segura en medio del ruido y la furia, se traga el dolor y el miedo y sigue adelante y planta cara y no se arredra. Así que esa irracional sonrisa de imbécil o de niño demente es la sonrisa de un valiente. Dura poco, mucho menos que una corrida, porque en seguida nos afeitamos y llega la realidad y el sano juicio, y porque un valiente a tiempo completo sólo puede ser un personaje inverosímil que se alegra de seguir siendo para siempre una mosca en manos de niños crueles, para siempre encadenado y aguardando una muerte inminente mientras huele a mierda. Ese personaje improbable no es un valiente: es un héroe.
Entre mis héroes favoritos se encuentra una apacible anciana de la que oyó hablar hace muchos años Mario Muchnik, en el Planetarium de Nueva York, durante una conferencia dedicada al sol. En algún momento el conferenciante afirmó que el astro rey se extinguiría, por falta de combustible, dentro de cien mil millones de años, arrasando con la vida en la Tierra. "¿Dentro de cuánto?", lo interrumpió desde el público una viejecita tímida y angustiada. "Dentro de cien mil millones de años", repitió el conferenciante. "Uf, qué susto", replicó entonces la viejecita. "Creí que había dicho diez mil millones". Muchnik no dice nada al respecto, pero apuesto lo que sea a que en los labios de la anciana brillaba una radiante sonrisa de imbécil.
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