Quimera
Al poco de suicidarse Van Gogh en el año 1890, el escritor y crítico Octave Mirbeau (1848-1917) publicó la novela En el cielo (Barataria), donde se narra el también prematuramente trágico final de un pintor, llamado Lucien, que es casi un trasunto literal del fanático artista holandés. Como en las dos grandes novelas francesas del siglo XIX sobre pintores, La obra maestra desconocida, de Balzac, y La obra, de E. Zola, también signadas por el fracaso y la muerte, en ésta de Mirbeau el problema no es tanto o no es sólo la "incomprensión" social, sino la fiebre solitaria que consume al creador frente a la plenitud vacía que lo rodea. En suma, su ensimismamiento salvaje. Abordada la figura de Lucien como en escorzo, puesto que el testimonio de las peripecias de éste nos lo proporciona en primera persona un amigo sensible, al que le falta la suficiente energía como para encarar el desarrollo de su propio talento literario y ha de conformarse con relatar la pasión del otro, el tono de En el cielo es de un siniestro azul de Prusia, muy al estilo de la deprimente hiperestesia del pesimismo fin de siglo.
Mirbeau conoció, coleccionó y defendió la obra de Van Gogh, pero, al margen de los rasgos personales y estéticos que tomó de éste para dar vida a su Lucien, yo no creo que estemos ante lo que se entiende hoy como una novela histórica, esto es: una ficción a partir de una figura realmente existente, sino ante una novela de ideas, inspirada en este caso por el tercero de los Pequeños poemas en prosa, de Charles Baudelaire, el titulado 'El confiteor del artista'.
En apenas veinte líneas, Baudelaire nos describe el éxtasis que embarga a un artista ante el espectáculo de la visión del cielo y el mar, la pureza de cuya intensa fuerza le empequeñece hasta el agobio. De esta manera, nos dice, "la energía aplicada al deleite produce un malestar y un auténtico sufrimiento. Mis nervios demasiado tensos no producen más que vibraciones estentóreas y dolorosas".
¿Qué es lo que estaba pasando para que, en el confortable mundo contemporáneo, la belleza no mostrase sino su amargo lado oscuro, hasta el punto de que la contemplación desnuda de un paisaje fuera causa de una insoportable creciente angustia? ¿Será acaso porque el arte es ya el único observatorio que le queda al hombre para percatarse de la inabarcable inmensidad de la naturaleza y así tomar conciencia de su propia quimérica ridiculez? Como el mismo Van Gogh, que se seccionó una oreja, el Lucien de En el cielo se corta la mano con la que pinta antes de morir.
Está claro que los sentidos habían dejado de ser los instrumentos adecuados para un cerebro quizá demasiado ardiente, antes, por lo menos, de que se produjera ese invento llamado pomposamente arte conceptual. Entretanto, la confesión de un artista, su "yo pecador", no iba más allá de lo que escribió Baudelaire como colofón de su pequeño poema en prosa: "El estudio de lo bello es un duelo en el que el artista grita de espanto antes de ser vencido".
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