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En busca del vagón refrigerado

Carmen Pérez-Lanzac

Una mañana, asfixiada en su asiento del vagón de metro y con goterones por toda la frente, Almudena vio, a través de la ventanilla de la puerta que separa vagón con vagón, algo raro en el de al lado: allí nadie se abanicaba con el periódico, ni sudaba, ni resoplaba. Asfixiada, decidió cambiarse en la siguiente parada. De pronto, el sudor se cortó en seco. "Fue como si del Sáhara acabara de teletransportarme a Siberia". Y mientras se entregaba al placer de la nueva temperatura pensó en los infelices que todavía estarían asándose en su antiguo vagón.

Desde entonces, todas las mañanas esta farmacéutica madrileña de 28 años se dedica a saltar de un vagón a otro en busca del aire acondicionado. "Pruebo al azar. Si tiene aire, me quedo. Si no, me pongo cerca de la puerta y en cuanto se abre salgo pitando a otro vagón. Algunos pensarán que estoy como una cabra, pero mi trayecto dura media hora. No entiendo por qué no lo hace todo el mundo. A veces me da gana de volver y decirles a los demás, ¡hey chicos!, cambiaros al vagón de al lado".

La mayoría de los usuarios creen que cuando un vagón no tiene aire no lo tiene ninguno. "¿Que el aire acondicionado varía según el vagón?", se extraña Luis, un usuario de 55 años. Andrés, un periodista de 26, dice que a pesar de todo prefiere el calor "al derroche de energía de los aires acondicionados".

Patricia, otra usuaria de 31 años, se extraña de la propuesta, "Prefiero mi método: me quedo cerca de la puerta y en las paradas, haya gente o no, abro la puerta y saco la cabeza para refrescarme".

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Sobre la firma

Carmen Pérez-Lanzac
Redactora. Coordina las entrevistas y las prepublicaciones del suplemento 'Ideas', EL PAÍS. Antes ha cubierto temas sociales y entrevistado a personalidades de la cultura. Es licenciada en Ciencias Económicas por la Universidad Complutense de Madrid y Máster de Periodismo de El País. German Marshall Fellow.

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