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Reportaje:Relevo en Cuba

La última batalla de Castro / y 3

Fui a ver a Mariela Castro al Instituto Nacional de Educación Sexual, Cenesex, que se encuentra en una vieja mansión del siglo XIX con un amplio porche y un jardín lleno de árboles, en el barrio de Vedado. Mariela, una mujer atractiva y de aspecto relajado de treinta y tantos años, es directora de Cenesex desde el año 2000. Conversamos sentados en un pequeño despacho del piso superior.

"Mucha gente cree que hemos podido hacer lo que hemos hecho por las relaciones familiares", dijo. "Al contrario, a veces, las relaciones familiares son un obstáculo en la vida; no puedo hacer mis propuestas a través de mi padre o mi madre, porque ninguno de los dos lo permitiría. Cualquier cosa tengo que hacerla a través de los cauces oficiales. Lo que ocurre es que, cuando acudo a esos cauces oficiales, la gente no sabe cómo reaccionar, debido a mi familia. Preguntan: '¿Qué dice tu padre sobre esto?', y yo contesto: No importa lo que diga mi padre".

"El mayor obstáculo de Castro para asegurarse que su plan de sucesión le sobreviva es EE UU"
El disidente Oswaldo Payá ha criticado por ser una intromisión excesiva la táctica de EE UU de canalizar dinero a la oposición
Abel Prieto, ministro de Cultura: "El prestigio social del artista, el intelectual y el escritor han crecido enormemente"
Mariela Castro quería incorporar a los travestis a la Batalla de la Ideas. "Sería positivo que tuvieran una función social"

Hace tres años, me contó Mariela, varios travestis se le quejaron de que la policía les acosaba, y le pidieron ayuda. "Me dio verdadera lástima, porque pensé que la revolución tenía unas cuantas propuestas muy hermosas, pero cambiar la mentalidad de la gente lleva mucho más tiempo del que a veces nos gustaría". Cuando hay problemas con la policía, "vamos directamente a la comisaría", explicó. "La verdad sea dicha, el nivel cultural de los policías no siempre es bueno". Habló con el Ministerio de Defensa -que dirige su padre-, pero, según me dijo, al principio le costó convencerle de que era necesario un cambio.

En los años sesenta y setenta, el Ejército, controlado por Raúl, presidía unos campos de triste fama denominados con las siglas UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción), en los que se "rehabilitaba" a homosexuales, como Reinaldo Arenas, el difunto autor de Cae la noche -además de otros cubanos en paro y religiosos-, mediante trabajos forzados. Durante los años ochenta se imponía la cuarentena obligatoria a los hombres seropositivos en unos asilos médicos llamados coloquialmente sidatorios. En el último decenio, las políticas oficiales se han relajado, pero aún no existen leyes que protejan la libertad sexual. Mariela me dijo que su equipo legal estaba elaborando un informe que proponía cambios específicos en el código penal y civil; por ejemplo, que los transexuales que se hayan sometido a operaciones de cambio de sexo puedan casarse y tener los mismos derechos de herencia y pensiones que los cónyuges heterosexuales. Me contó que su próximo proyecto era garantizar esos mismos derechos para los gays, lesbianas y bisexuales.

Antes, sin embargo, Mariela quería incorporar a los travestis a la Batalla de las Ideas. "Me parece que sería positivo que tuvieran una misión social", explicó. Dijo que ya había dos grupos de travestidos que habían terminado su formación como trabajadores sociales de salud sexual. "Cada vez que tenemos una ceremonia de graduación, les dejamos que monten uno de sus espectáculos de travestismo, todo el espectáculo, tal como les gusta. Puede que no coincida con mis gustos estéticos", dijo sonriendo, "pero sí con los suyos, y eso lo respetamos".

Tanto Mariela Castro como Ricardo Alarcón dan a entender que la Batalla de las Ideas ha iniciado una especie de apertura social y cultural. Durante nuestra cena en el Nacional, Alarcón mencionó que se había ofrecido a inaugurar una exposición reciente de fotografías de Robert Mapplethorpe en La Habana. "A algunos les llamó la atención", dijo. Otra cosa es la apertura política: durante cuatro días de marzo de 2003, a partir de la víspera de que Estados Unidos invadiera Irak, las autoridades cubanas detuvieron a 78 disidentes, entre ellos sindicalistas, activistas de derechos humanos y periodistas; muchos siguen aún en la cárcel. No obstante, el Gobierno parece sincero en sus iniciativas relacionadas con las artes -por ejemplo, hay un montón de nuevas escuelas de arte y danza, así como programas de extensión educativa-, en parte como instrumento para apartar a los jóvenes cubanos de las calles.

Abel Prieto, ministro de Cultura, me explicó: "El deseo de cultura y el prestigio social del artista, el intelectual y el escritor han crecido enormemente. Hubo un tiempo en que los padres pensaban que las artes iban a volver homosexuales a sus hijos o putas a sus hijas, pero ahora todo el mundo quiere tener un artista en la familia".

Prieto mide más de 1,80 metros y, con sus patillas y su melena hasta el hombro, ofrece una imagen incongruente para un alto funcionario del Partido Comunista. Una de las cosas de las que más se enorgullece es haber dado a una de las plazas de la Vieja Habana el nombre de Parque Lennon, con una estatua del homenajeado (en los años sesenta, la música "decadente" de los Beatles estaba prohibida). Habla sin tapujos del uso de programas pirateados en la televisión estatal: "No pagamos derechos por el material televisivo, estamos sometidos a un bloqueo. Así que, por ejemplo, tomamos muchas cosas del Discovery Channel". Cuando visitamos el principal museo de arte de La Habana, un grupo de admiradores le siguió de galería en galería.

Prieto me había dicho que el mundillo artístico de La Habana era cada vez menos convencional y más "perturbador", aunque no vi muchas pruebas de ello en el museo. Sin embargo, un par de días después visité una exposición alternativa organizada por alumnos de la Escuela de Bellas Artes. Sus obras eran mucho más políticas que las que había visto en otros lugares de la ciudad. En una de ellas, una moneda de un peso con el lema oficial, "Patria Libre o Muerte", estaba manipulada de tal forma que decía "Patria Libre o Suerte". En una zona de la sala había un viejo magnetofón de cinta y un altavoz por el que sonaba sin cesar un extracto de un discurso patriótico de Castro; delante había un cartel que decía: "Háblame sólo de béisbol".

El mayor obstáculo de Castro para asegurarse de que su plan de sucesión le sobreviva es Estados Unidos, que lleva casi 50 años tratando de obligar a que Cuba lleve a cabo una transición. En todo ese tiempo, la relación entre Washington y la comunidad de exiliados de Miami ha sido, con mucha frecuencia, enfermizamente estrecha. Durante los primeros años de Gobierno de Castro, la política estadounidense se centró en derrocarle por la fuerza o asesinarle. La CIA estableció una oficina en Miami -la mayor de las que dedicó a operaciones clandestinas- y reclutó a miles de exiliados para formar una organización paramilitar que atacaba los intereses cubanos. En los años setenta, ese aspecto de las actividades de la CIA, en general, había dejado de existir, pero, para entonces, los anticastristas habían formado grupos propios. Grupos de exiliados cubanos vinculados a la CIA cometieron atentados y asesinatos contra Cuba y sus aliados, incluido el asesinato en Washington DC, en 1976, de Orlando Letelier, embajador de Chile en Estados Unidos.

Los más inflexibles dentro de la comunidad del exilio cubano en Miami son ya, casi todos, ancianos, pero siguen constituyendo un factor volátil. Castro ha utilizado el caso de Luis Posada Carriles para afirmar que Estados Unidos aplica una ley del embudo en su guerra contra el terrorismo. Posada Carriles, un cubano con pasaporte venezolano, ha dedicado los últimos 45 años a intentar matar o derrocar a Castro. En Venezuela se le busca como presunto cómplice en el atentado realizado en pleno vuelo, cerca de Barbados, contra un avión cubano de pasajeros en el que murieron las 73 personas a bordo, en octubre de 1976. (Los cubanos citan unos documentos de la CIA y el FBI, dados a conocer recientemente, que parecen darles la razón, y acusan a la agencia de que tenía conocimiento previo del atentado).

Desde su huida de una cárcel venezolana hasta -según reconoció al Times- la planificación de unos atentados contra hoteles en el verano de 1997, que causaron la muerte a un turista italiano, Posada Carriles trabajó en el programa de Oliver North para reabastecer a los contras en Nicaragua. El año pasado volvió a aparecer, convocó una rueda de prensa en Miami y Hugo Chávez exigió su extradición. Le detuvieron, pero, al cabo de unos meses, un juez federal dictó que, aunque había entrado en el país de forma ilegal, Estados Unidos no debía deportarle a Cuba ni Venezuela, dado que podía ser torturado. Ahora ha presentado un recurso para que le dejen permanecer en Estados Unidos, basándose en que trabajó clandestinamente para el país durante muchos años.

En Miami me entrevisté con Santiago Álvarez, un destacado exiliado cubano y estrecho aliado de Posada Carriles, en sus oficinas de Hialeah. Álvarez, que dirige una empresa de construcción, es un hombre tosco pero atractivo, de 64 años. "Mire, Posada Carriles no es un santo. Es un cubano que lucha por la libertad y ha cometido algunos errores", me explicó. "Pero lo que ocurrió es que Fidel Castro montó un gran espectáculo".

"Como anticastrista", prosiguió Álvarez, "el intento de Bush de endurecer el embargo me produce cierto placer. Por otro lado, comprendo que aligerarlo un poco podría ser la mejor arma contra Fidel. Por ejemplo, si se relajan las restricciones a las visitas a la isla, podríamos conspirar contra el régimen. No creo que Fidel vaya a caer nunca gracias a las actividades de unos cuantos disidentes. Siempre he dicho que habrá que derrocarlo mediante el uso de las armas".

Álvarez dijo que es preciso atacar mientras Castro esté todavía vivo. "Cuando muera Fidel, las reglas del juego cambiarán", explicó. "¿Y qué ocurre si dura otros 10 años? No podemos esperar tanto. Me daría vergüenza esperar a que se muera para poder regresar". (Poco después de nuestra entrevista, Álvarez fue detenido por posesión ilegal de ametralladoras y un lanzagranadas. Está a la espera de juicio).

El senador Mel Martínez no quiso comentar directamente sobre el caso de Posada Carriles, porque estaba en los tribunales. Pero negó que tuviera que ver con la guerra contra el terrorismo. "Cuba inició la costumbre de secuestrar aviones, y si Luis Posada Carriles hizo estallar un aparato" -aquí, Martínez hizo una pausa-, "sin aprobar ningún acto específico de violencia, lo cierto es que se produjo una situación hostil. No está ya en discusión, sólo que un régimen fracasado está utilizando este asunto para seguir agitando a la gente. Debemos hablar sobre el futuro, no el pasado".

En diciembre de 2003, el presidente Bush nombró al senador Martínez copresidente de la Comisión para la Ayuda a una Cuba Libre, junto con Colin Powell. Su mandato era encontrar maneras de "acelerar el fin de la tiranía de Castro" y desarrollar "una estrategia de conjunto para preparar una transición pacífica a la democracia en Cuba". El resultado de su trabajo fue un informe de 500 páginas, publicado en mayo de 2004, en el que se incluyen directrices para todo, desde cómo instaurar una economía de mercado hasta la celebración de elecciones. También recomienda "obstaculizar la estrategia de sucesión del régimen".

"Traté de aprender cosas de Irak, cosas que necesitaran los cubanos", me dijo Martínez. "Por ejemplo, debería seguir existiendo una estructura de gobierno. En Cuba, como ocurrió en Irak, hay quienes tienen las manos llenas de sangre, pero no todos. Y hay cuestiones como la red eléctrica, la vivienda y la nutrición. Lo que aprendimos en Irak es que esas cosas se interrumpen en un momento extraordinario".

El informe, que la Administración de Bush adoptó como estrategia, recomendaba la designación de un coordinador para la transición cubana. La persona nombrada para el nuevo puesto fue Caleb McCarry, que fue responsable del subcomité del hemisferio occidental en el Comité de Relaciones Exteriores de la Cámara de Representantes. Cuando hablé con McCarry, dijo: "El encargo que me han dado es el de ser el máximo funcionario estadounidense a cargo de planificar y facilitar una transición verdaderamente democrática en Cuba, y trabajar en ese sentido desde ahora". Es, en la práctica, el Paul Bremer para Cuba. Ahora bien, como sucedía en Irak, Estados Unidos tiene el inconveniente de que no puede trabajar abiertamente en la isla y depende de la información de exiliados y disidentes. Y no parece que tenga un candidato para sustituir a Castro.

McCarry dijo que, aunque la transición estaría en manos de cubanos, "estaremos presentes para ofrecer nuestro apoyo de forma muy concreta". Estados Unidos ya está canalizando dinero y ayuda a la oposición. Dos importantes disidentes, Oswaldo Payá y Elizardo Sánchez, han asegurado que esta táctica es contraproducente y la han criticado por ser una intromisión excesiva. Muchos de los disidentes detenidos en 2003 fueron acusados de recibir ilegalmente fondos estadounidenses (en un discurso, Castro les llamó "mercenarios").

McCarry subrayó que, para el Gobierno, el acceso de Raúl Castro al poder no sería un resultado satisfactorio, aunque vaya acompañado de reformas económicas. "Seguiremos ofreciendo nuestro apoyo para una verdadera transición", dijo. "No es una imposición. Es una oferta, una oferta muy respetuosa, que respeta el sentimiento nacional cubano".

No todos los exiliados están de acuerdo con la política de Estados Unidos. Damián Fernández, un cubano-americano que dirige el Instituto de Investigaciones sobre Cuba en la Universidad Internacional de Florida, me dijo: "Hay ciertas lecciones que aprender de la experiencia de Irak. ¿Queremos verdaderamente una transición, una ruptura clara con el pasado, o queremos una sucesión, que significaría conservar parte del viejo Estado y el orden que supondría? La verdad es que no es probable que se haga tabla rasa cuando muera Fidel. Pero esta Administración tiene la idea de que 'si nos empeñamos, podemos lograr que suceda".

En La Habana, el llamado Plan Bush es objeto habitual de críticas en carteles chillones y por parte de los ayudantes de Castro. Felipe Pérez Roque decía que el plan estadounidense para la transición "quitará las tierras, las casas y las escuelas a los cubanos para devolverlas a sus viejos dueños de la época de Batista, que volverán de Estados Unidos".

Los cubanos son receptivos a este tipo de frases. Muchos viven en casas que se confiscaron a sus propietarios cuando huyeron del país, y la perspectiva de quedarse sin hogar por el regreso de los exiliados les asusta. "El día que los cubanos se alzaran sería cuando lleguen los caballeros de Miami a intentar apropiarse de sus hogares y a dar órdenes", me dijo un profesor cubano. (Martínez, cuyo hogar de infancia es hoy un centro juvenil, dice que podría elaborarse un "vehículo" para devolver las casas a los exiliados o compensarles, pero reconoce que los cubanos de la isla también tienen derecho a ellas. "Lo último que deseamos hacer es dar más inseguridad a gente que ya ha sufrido", me aseguró. "Creo que los exiliados deben tener algo que decir, y creo que será útil porque aportarán recursos e ideas. Pueden ayudar a impulsar a Cuba hacia el milagro económico, que, dadas las cualidades del pueblo cubano, debería producirse. También tienen su derecho -debería decir nuestro derecho- a desempeñar un papel").

En un discurso pronunciado en marzo, Ricardo Alarcón dijo que el Plan Bush era "anexionista y genocida". Posteriormente, en privado, fue sólo un poco menos categórico y me dijo que era "profundamente irresponsable, creado por personas que prefieren ignorar la realidad y que tratan de cambiarla a su capricho. Tal vez es una cosa mesiánica".

"Para nosotros", añadió, "nuestra relación con Estados Unidos es el gran tema, el gran problema. No existe ninguna otra cuestión que tenga tanta fuerza, que tenga una importancia tan permanente y universal para nosotros, que la normalización de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba". Bajo la Administración de Bush se han interrumpido todos los contactos, me dijo, con la única excepción de las reuniones de bajo nivel sobre la política de inmigración de pie mojado, pie seco. "No se hace nada", dijo. "Nada".

Cuba no ganó el Torneo Clásico de Béisbol, pero estuvo cerca. La noche del último partido, en el que jugó contra Japón en San Diego, el 20 de marzo, se instalaron grandes pantallas de vídeo en toda La Habana. Yo lo vi en el Parque Central, en la Vieja Habana, junto con cientos de cubanos. A poco de empezar el partido, cuando Cuba hizo una carrera, la plaza se llenó de ruidos y celebraciones. Pero la buena racha de los cubanos no se mantuvo y ganó Japón 10 a 6. Aun así, al día siguiente, las autoridades de La Habana prepararon una gran acogida para el equipo, con una procesión victoriosa por toda la ciudad, a lo largo de calles ocupadas por jóvenes pioneros que ondeaban banderas, para culminar en una concentración en el estadio deportivo que presidió el propio Fidel Castro.

Las gradas del estadio estaban ocupadas por miles de estudiantes y trabajadores sociales. Un enorme cartel mostraba el rostro de Che Guevara en una versión pop art de color azul, rojo y naranja. También vi a bastantes personas con camisetas rojas decoradas con una imagen de Hugo Chávez.

Estábamos esperando a Fidel. Yo estaba entre un grupo de periodistas cubanos. El primer miembro del Politburó que apareció fue el viejo general Guillermo García Frías, un antiguo campesino y guerrillero famoso por ser un apasionado de las peleas de gallos. Después llegó Ricardo Alarcón. A medida que pasaban los minutos, los estudiantes en el estadio empezaron a gritar: "¡Fi-del! ¡Fi-del!"; llegó Carlos Lage y luego el hermano de Chávez, Adán, embajador de Venezuela. De pronto, todo el mundo se puso de pie y, mientras surgía un nuevo rugido de los jóvenes espectadores, vi al guardaespaldas de Castro, José Delgado, un hombre calvo y fornido con ojos preocupados. Si Delgado estaba allí, eso significaba que Castro estaba a punto de llegar.

Castro salió de detrás de la tribuna y, entre más vítores, se sentó. Su secretario personal, Carlos Valenciaga, un hombre pálido con gafas y una gran cartera negra, se sentó detrás de él. La ceremonia comenzó inmediatamente. A unos bailarines vestidos con trajes de campesinos guajiros les siguieron otros bailarines modernos, vestidos con mallas amarillas de lycra. Por último, la selección de béisbol de Cuba salió para colocarse en formación; cada jugador daba la mano a un niño pequeño de uniforme, mientras un cantante les elogiaba por haber rechazado la oferta de "millones de dólares" por "traicionar a la patria". En los momentos adecuados, Castro, como todos los demás, ondeaba una banderita cubana.

Un periodista local señaló a un fotógrafo gordo y pálido y me dijo que era Alexis Castro. Como los demás fotógrafos, Alexis pasó más tiempo mirando las tribunas, observando a su padre, que viendo a los deportistas, y de vez en cuando levantaba su cámara, con su larga lente de zoom, para hacerle fotografías.

Uno a uno, los jugadores subieron a saludar a Castro. Él les dio una palmada en la espalda, sonriente, y les regaló unos bates nuevos, entregados por dos mujeres jóvenes vestidas con casacas militares. Cuando Antonio Castro, el médico del equipo, se acercó, su padre y él se dieron formalmente la mano. Y entonces llegó el momento de que hablara Castro.

Como si fuera un abuelo que impartiera una regañina, Castro dijo que habían visto el torneo tantos cubanos que "nuestra red eléctrica estuvo a punto de derrumbarse". Dijo que lo que había conseguido la selección era tremendo. "¡El hecho de que una modesta islita del Caribe haya logrado competir contra un país como Japón en un acontecimiento deportivo internacional, es un hecho de enorme magnitud!".

Después, Castro empezó a remover varios recortes que llevaba consigo: se quejó de que estaban desordenados. Tardó un par de minutos en encontrar lo que buscaba, un artículo de una de las agencias de noticias internacionales que elogiaba la actuación de Cuba en el Torneo Clásico, y lo leyó en voz alta. Tenía la voz temblorosa. Acabó de leer el recorte y luego leyó otro, y otro, y otro, durante más de media hora. Los estudiantes de las gradas empezaban a estar claramente aburridos. Muchos se agitaban o hablaban. Algunos se quedaron dormidos. Mientras Castro leía comentarios del periódico de Miami El Nuevo Herald, la cadena ESPN y la BBC, me di cuenta de que estaba dando informaciones de fuentes a las que la mayoría de los cubanos no tiene acceso. Pero si era consciente de la paradoja, no lo demostró. Cuando terminó con los artículos, siguió hablando una hora más sobre los logros de Cuba en medicina y educación. La agitación en el estadio iba en aumento, pero Castro parecía ignorarla. Intenté leer las caras de los miembros del Politburó que estaban sentados al lado de él, pero sólo pude ver sus expresiones neutras y disciplinadas.

© 2006, Jon Lee Anderson. Este artículo se publicó por primera vez en The New Yorker. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

Jóvenes cubanos, durante un concierto en La Habana en homenaje a la Revolución.
Jóvenes cubanos, durante un concierto en La Habana en homenaje a la Revolución.GORKA LEJARCEGI

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