La madre del genio
Los admiradores de À la recherche du temps perdu (En busca -o A la busca- del tiempo perdido), la excepcional macronovela que Marcel Proust (18711922) elaboró en diversos periodos de su vida y continuó reescribiendo hasta casi el instante de su muerte, tienen un motivo de alegría con esta vida de madame Proust, la madre del singular autor francés. Evelyne Bloch-Dano, especialista en literatura francesa, obtuvo el Premio Renaudot de Ensayo en 2004 por esta obra que ahora aparece en excelente traducción castellana e incluso mejorada con las útiles notas de Mauro Armiño, a quien ya debemos una monumental edición española en tres tomos de la citada novela de Proust (editorial Valdemar).
MADAME PROUST. La mamá del pequeño Marcel
Evelyne Bloch-Dano
Traducción de Mauro Armiño
Algaba. Madrid, 2006
330 páginas. 23,95 euros
No es superfluo un libro sobre la madre de un genio. Si creemos en la tesis de Schopenhauer, es precisamente de su progenitora de quien el artista hereda el talento y la sensibilidad, su personalidad artística; mientras que el padre transmite a sus hijos prendas tales como la integridad moral, la ambición y hasta la constancia y la voluntad necesarias para realizar las obras proyectadas. Es posible que Proust heredase de su madre la imaginación, el sustrato del arte de narrar; lo cierto es que fue Jeanne la que despertó en el hijo el interés por los libros y la escritura. Hoy sabemos que las traducciones de John Ruskin firmadas por Proust se deben a su madre, que dominaba la lengua inglesa, Marcel las reescribió en buen francés y, gracias a semejante ejercicio, aquel jovencito inconstante, mimado y esnob depuró su estilo, mientras madame Proust se convencía de que su vástago, de acusada sensibilidad femenina para admirar la belleza, aunque dotado con escasa voluntad, tenía cualidades para convertirse en un gran escritor.
La elegante y cultivada Jean
ne Weil (1849-1905) provenía de una familia judía de origen alsaciano asentada en Francia desde hacía un siglo y perteneciente a la élite empresarial. Se casó con el doctor en medicina Adrien Proust, un gentil de origen más humilde; con aquel matrimonio "mixto" Jeanne obtenía plenamente la asimilación como francesa. El esposo era mayor que ella, un médico de renombre, especialista en enfermedades infecciosas, muy viajado por Europa y Asia, mundano, materialista y ateo. Tuvieron dos hijos: Marcel y Robert; de ellos, el primero fue el artista y el conflictivo: asmático (morirá de esta enfermedad), homosexual y perdidamente enamorado de su madre. Robert fue el hijo "normal", médico también, y el orgullo de su padre, quien nunca supo cómo tomarse los excesos de sensibilidad de su excéntrico primogénito.
Tras un extenso informe sobre la trayectoria de la familia Weil, la autora de este ensayo centra su atención en la Jeanne Weil casada y madre de familia, y antes que en su persona aislada, en la absorbente relación con su hijo Marcel, tema del libro; y es que, una vez nacido, éste ocupó y preocupó por entero a su madre. Bloch-Dano desentraña los recovecos de la relación entre "el pequeño Marcel" -quien seguiría siéndolo incluso con 25 años- y aquella máter amantísima a la que el hijo confiaba su vida y que lo sabía o lo intuía todo sobre él. Son ambos, pues, madre e hijo, los personajes señeros de este libro especial para proustianos.
En dos cuestionarios a los
que respondió Marcel a los 15 y 21 años, ante la pregunta: "¿Cuál sería su mayor desgracia?", repuso en el primero: "Estar separado de mamá", y en el segundo: "No haber conocido a mi madre ni a mi abuela". La madre de Jeanne, Adèle Weil, lectora voraz de las cartas de madame de Sevigné, influyó en la educación liberal de la niña. Rasgos de ambas personalidades se funden en las figuras de la madre y la abuela del Narrador en À la recherche, sus dos educadoras sentimentales. En aquellos cuestionarios había otra pregunta: "¿Su ocupación favorita?". La respuesta: "Amar". Marcel amó a los sensibles jóvenes en flor de su elevado círculo social, y en su novela -aunque haciéndose pasar por amante heterosexual- radiografió como nadie el amor y los celos; sostuvo que nadie puede salir de sí mismo y nuestra opacidad con respecto al conocimiento de los demás (aunque toda su escritura anima a pensar lo contrario); desenmascaró asimismo la mezquindad de las personalidades del gran mundo y con ello sus propias ilusiones de brillo social; pero, en suma, sus afanes de artista, las tres mil quinientas páginas de À la recherche, son un intenso acto de amor filial. El hijo "poco voluntarioso", al que Jeanne Weil siempre trató como si tuviera cuatro años, cobró fuerzas inusitadas al morir ella, y tras el momento de inspiración que generó la ingesta del bizcocho mojado en té -primera intuición de la esencia de À la recherche- hasta llegar a El tiempo recobrado, su espléndida última parte, Marcel dedicó el resto de su existencia a plasmar en palabras el complejo universo que había sido su vida, una vida con la madre y gracias a ella.
Jeanne Weil expiró con el pesar de que Marcel sería incapaz de arreglárselas solo. Pero su hijo la sobrevivió aún 17 años, rico y aniñado, atendido solícitamente por una fiel criada, enclaustrado para la escritura en el domicilio materno, saliendo de noche para escrutar el París de los salones elegantes. Al lado de Jeanne, el hijo no habría erigido el monumento al que se entregó en cuerpo y alma justo porque la madre ya no estaba y porque ésta le había dejado algo que, aunque no tan hermoso como su presencia, fue más estimulante para el arte: su recuerdo. Gracias a una portentosa imaginación rememorativa, a una voluntad recreadora y a la pena de que la memoria de aquella vida de su madre, pero también de las vidas de cuantos lo rodearon y amó fueran presas del olvido, Marcel Proust consolidó la novela más extensa, evocadora y melancólica del siglo XX.
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