Beirut, Beirut, ¡Beirut!
Visité Qana hace tres veranos con mi amigo el médico palestino Mohamed el-Jatib, a quien esta vez no he podido localizar porque su casa se hallaba en el destruido sur de Beirut, junto al cementerio musulmán de los Mártires. Pero aquel día de primeros de septiembre de 2004 recorrimos en silencio el pequeño memorial erigido en Qana en recuerdo de más de un centenar de víctimas bombardeadas por Israel en 1996 -Operación Uvas de la Ira- a pesar de que eran civiles y de que se habían refugiado en un pequeño cuartel de la Finul, bajo bandera de la ONU. De las paredes del recinto dedicado a los muertos pendían las fotos de aquella carnicería, imágenes de las atroces quemaduras, de los muñones, de la exasperada operación de salvamento; un cuadro rectagular, a lo Gernika, con palomas aleteando entre llamas, creado no sé por quién, ocupaba uno de los muros. Y a la entrada, en árabe, en inglés y francés, una placa metálica recordaba: "El nuevo holocausto. 18 de abril de 1996. Oficina de las Naciones Unidas. Hospital de las Naciones Unidas". Cuando esto pase, habrá que reconstruir el museo, ampliarlo. Y hasta la próxima uva o la próxima ira.
El mejor momento de Beirut siempre fue el regreso. Por el aeropuerto o en coche
Adentrándote en el Downtown empezabas a vivir, de nuevo, los Sueños de Grandeza
Los libaneses están acostumbrados a las incursiones militares israelíes, puntuales y de escarmiento
Aquellas incursiones al sur le eran especialmente caras a Jatib, porque le acercaban a la frontera del país de donde procede, su Palestina; también merendábamos con sus amigos en la ciudad en donde creció, Nabatiye, hoy un amasijo de ruinas y cuerpos. Espero que estés bien, Mohamed. Quizá refugiado en el norte, con tu hermano, el de Trípoli. O quizá te encuentres allá abajo, ayudando a curar heridos. Como hiciste tantas veces, en Chatila desde la primera matanza y en los asedios que siguieron, y luego ya en tu consulta de pediatra de Burj el-Barajne.
En esas ocasiones en que mi amigo el médico me paseaba por los rincones de su memoria, siempre había un instante en que los dos enloquecíamos un poquito, y era al regresar a Beirut. Yo sacaba mi cámara digital y rodaba vídeos de cómo la ciudad se iba abriendo a medida que recorríamos los túneles, los tramos elevados de la nueva autopista, y él, ebrio de libertad -hay que haber sufrido durante años la angostura de un campo de refugiados para entenderle-, aumentaba la velocidad de su coche de cuarta o quinta mano para que pronto nos diéramos de cara con ese indescriptible momento en que tienes que elegir a qué Beirut te acercas. Él me acompañaba al mío, Hamra, en Ras Beirut (el promontorio oeste: Cabeza de Beirut, literalmente) y regresaba a su piso del sur de la ciudad, a regar las plantas que cultivaba en un pequeño balcón colgado sobre la paz del camposanto.
Adiós a todo eso. Las excursiones, las visitas al pasado. El presente de Líbano es la roca de Sísifo, rueda dentada que el país vecino de la frontera sur mueve y remueve no sobre sus espaldas sino sobre la esperanza de los demás pueblos, tal vez porque lleva muy mal que su Moisés fuera egipcio (no lo digo yo: lo escribió Sigmund Freud, que era alguien), y necesita construir franjas de seguridad empedradas con cráneos ajenos.
El mejor momento de Beirut siempre fue el regreso. Por el aeropuerto o en coche. Volver y comprobar que la ciudad seguía viva. Desde 1998 me acostumbré a verla así, animosa, entregada a sus sueños locos, a sus delirios de grandeza, pero también muy dada a exprimir el limón cotidiano hasta la última gota. Siempre había un beirutí dispuesto a venderte de nuevo la moto de la Montecarlo de Oriente, y a hablarte de las delicias del Mövenpick, un hotelazo inaugurado en 2002 como parte del imperio del emir Salid bin Talal, nieto del rey saudí Abdel-Aziz y de Riad El-Sohl, primer ministro suní tras la independencia de Francia, cuando Líbano era capaz de dar hombres de gran talla política. Siempre había quien te llevaba a los últimos lugares de moda de la noche en Gemayze y en los alrededores de la calle Monnot: en la falda de la otra colina, Ashrafie, la del este, que todavía conserva casas beirutís auténticas, con sus balaustradas y sus paredes color de arena.
Siempre había también -sobre todo en Hamra y sus callejuelas adyacentes; y en los barrios de los alrededores: Bliss, Jumblatt, Kantari, Sanaya- hombres y mujeres que cada mañana abrían su comercio y seguirán haciéndolo mientras puedan, y que baldeaban la acera aguardando una racha mejor, sacándoles brillo a los productos importados de Europa o de franca imitación. Los que menos tenían cogían una silla de plástico y se instalaban cerca de algo que parecía un aparcamiento, o que podía llegar a serlo. Posiblemente -o probablemente, en una ciudad entregada a la especulación del suelo- aquello acabaría convertido en un nuevo bloque de apartamentos, pero, entre tanto, ellos y su silla ya se habrían creado un mundo. La gente de alrededor les saludaba, les confiaba el cuidado de un coche, de una mercancía. Había conversaciones entre iguales, chismes. Hombres con sillas a la entrada de un descampado: eso era la esperanza, en su versión más humilde. Y eso era tener un horario, un lugar desde el que hacerse fuerte, un sitio del que volver para decirle a la familia: estoy aquí, sirvo para algo. Me queda dignidad.
Con el estómago devorado por la angustia y el exceso de café y cigarrillos, con ojeras de insomnio y esa sensación de vacío ante el mismísimo umbral del presente, todos están ahí. Hombres y mujeres que han conocido los horrores de la otra guerra pero que saben que lo peor que puede ocurrirles es que se les expulse del lugar al que pertenecen, en el que defienden día a día no tanto tu salario como su derecho al espacio que ocupan, a su vecindad, a su ciudadanía. Así es Beirut pero así es, sobre todo, Hamra (la Roja), una calle que empieza donde está la sede del Banco Nacional de Líbano y que continúa -como una Preciados de Madrid o una calle Pelayo de Barcelona, pero infinitamente más compleja e intensa- hasta la Corniche Manara, entre escaparates de joyerías cuyo contenido he visto fosforecer de gemas imposibles y de relojes con brillantazos indescriptibles conforme acudían los ricachones del Golfo; entre tiendas de perfumes y de lencería, entre cafés anclados en los 60 -el Café de París, el Wimpy's, en donde un libanés atentó contra los soldados israelíes que en el 82, en la terraza, desplegaban sus planos y estudiaban operaciones: el héroe tiene su placa-, y otros que han venido con la modernidad, como el Starbucks, y otros que han desaparecido, como el Modqa, cuyo recinto ahora ocupa una tienda de Vero Moda que (en su momento les maldije) siempre está vacía.
Amanecí, pues, en mi hotel predilecto, el Cavalier, el día 10 de julio. Un lunes que dediqué a remolonear por el barrio y recuperar sus esencias. Quiosqueros, vendedores de lotería, de relojes, de peluches, de almendras. La esquina tal y el rincón cual. Cuando ya la tuve paseada a gusto, dejé Hamra y me encomendé a Nuri, mi viejo chofer, para que me diera un buen paseo por la Corniche y repitiera su habitual discurso turístico: a la izquierda, la casa en donde vivió exiliada la mujer del rey Faruk de Egipto; un poco más abajo, el mejor fabricante de dulces de Beirut. Ya he dicho en otros sitios que Nuri tiene 85 años, ha sido nadador de los que cruzaban el Canal de la Mancha, hace gimnasia todos los días, está sordo como una tapia, no ve con los cambios de luz y se empeña en contarle a todo el mundo que soy periodista de Associated Press, que para él -fue chofer de guerra, amigo de Sami que en paz descanse, que lo fue para mí durante aquellos años- debe de ser como lo más en periodismo. La última vez tuve que pegarle una bronca: "¡No me presentes como inglesa a los de Hezbolá! ¡Soy española! ¡De Zapatero! ¡Alianza de Civilizaciones, coño!".
Bueno, pues con este pedazo de anciano recorrí pacíficamente la Corniche, tan hermosa, con su gente haciendo gimnasia, con sus muchachos entretenidos mirando el horizonte, sus pescadores... Le pedí a Nuri que me llevara al puerto, pero por los caminos de antes, los de pequeñas lonjas escondidas entre polígonos, enfilando desde el edificio del Forum -convertido luego en lugar de evacuaciones- hasta el gran complejo central situado al norte de lo que fue la Place des Canons (o Martyrs). Aquí vuelve a estar emplazado el monumento dedicado a los mártires de la independencia de Turquía, un venerado grupo escultórico que conserva los boquetes de guerra 1975-1990, y que parece la síntesis de un delirio musoliniano, ejecutado con tres novios de Jean Cocteau como modelos. Lo que fue el Burj, la plaza, el centro de aquella Beirut cosmopolita y libertaria anterior a la guerra civil, ahora es una horterada de parterres, monumento, mezquita rechoncha dedicada al difunto Hariri y la sepultura del susodicho, que está dentro de un entoldado donde se exhiben fotos del pobre hombre y demostraciones públicas de dolor.
Adentrándote en el Downtown empezabas a vivir, de nuevo, los Sueños de Grandeza. Nuri me dejó en el edificio Virgin, anteriormente la Ópera de Beirut, en donde estuve fisgando y hablando con Sara, vendedora de camisetas y gadgets modernos (todos con el lema The Real Lebanon). Me contó que trabajaba allí sólo durante el verano, que en otoño seguiría con sus estudios de comunicación visual y, también, de canto árabe. "Se me da muy bien", añadió, orgullosa. Sara, ¿dónde estás, qué va a ser de ti?
Había que grabar todo eso con mi cámara para mis notas, como más tarde haría con la animada retransmisión de los partidos de fútbol en los finales del Mundial, en la calle Maarad, cuajada de restaurantes y cafés, cerca de las termas romanas. Por entonces yo ignoraba que aquella alegría, aquellos rostros, aquella exhuberancia en maîtres, camareros y suministradores de narguiles -"Este año va a ir muy bien: esperamos millón y medio de turistas", repetían, como si fuera un mantra-, aquella actitud expectante de las dependientas de los comercios de lujo, guardianas de las grandes marcas listas para atiborrar los roperos de las damas del Golfo... Pero aquello no iba a grabarse sólo en mi cámara, sino también en mi memoria. Para siempre.
El martes acudí a la piscina del Saint-George, remozada y optimista a pesar de que a Hariri lo volaron en la puerta y de que el edificio del hotel -histórico: Kim Philby anunció allí que se pasaba a la Unión Soviética- aparecía más desventrado que nunca. Por la noche fui a una fiesta particular que organicé a cuenta de este periódico para reunir a jóvenes de los dos sexos, musulmanes, que proceden de las montañas o las ciudades más severas, y que un buen día llegaron a Beirut a buscarse la vida tras el rastro de Operación Triunfo. Hoy pienso en el tremendo patetismo de aquella reunión en donde se bailó todo lo bailable gracias a la participación de un disc-jockey y su ayudante, incluidos en el servicio de catering. Quedé con la mayoría de ellos para hablar en los días siguientes. Desaparecieron con los primeros bombardeos, en busca de los suyos.
Cuando el fatídico miércoles 12 de julio supimos de la detención de dos soldados israelíes en la frontera, practicada por los milicianos de Hezbolá, supimos que se habían terminado mis vacaciones y los sueños libaneses. La respuesta israelí no se hizo esperar. Aquella noche, pese a todo y a la beirutí -vivir el momento-, un grupo de españoles acudimos a casa de Rosa y Mahmoud K. Choucair, ella veterana y respetada profesora del Instituto Cervantes y él no menos prestigioso médico endocrino del Hospital de la Universidad Americana. Le había entrevistado para conocer la situación de la medicina pública en Líbano. Resumen: todos los funcionarios, los policías, los soldados y etcétera tienen seguro médico. Los otros no. Se dispone de los mejores adelantos en máquinas y en todo, pero falla la asistencia preventiva y la atención a la infancia. Pero ahora, hoy, falta de todo, sobran víctimas y no hay caminos por dónde auxiliarles. Ustedes ya lo saben
Rosa, Mahmud y Tagrit -una de sus dos hijas; la que trabajó en la adaptación al árabe de la obra Diálogos de la vagina que hace poco sobresaltó a los bien pensantes de Beirut-, que al día siguiente partió a Baalbek para participar en el espectáculo de Fairuz que nunca llegó a estrenarse... Allí estábamos, con otros amigos. En plena sobremesa -su casa está situada en el principio del sur de la ciudad, a la altura de lo que fue el hotel Summerland- escuchamos disparos al aire de kalasnikov y estallaron fuegos artificiales. Hezbolá celebraba que tenía a los soldados enemigos en su poder.
Llamé a mi amiga Carmen, de Madrid, que me da suerte:
- Lo malo será si bombardean el aeropuerto -dije-. Ésa será la peor señal de lo por venir.
Cuando regresé al hotel, el recepcionista de guardia me contó que ya lo habían hecho.
A partir de entonces vino todo lo que ustedes conocen. Las muertes gratuitas de civiles, el desplazamiento de cientos de miles de personas en un país que tiene sólo 3.200.000 habitantes (se calcula que casi diez millones de libaneses residen en el extranjero) y el tamaño de Asturias. Los horrores registrables y objetivos, la pasividad de la comunidad internacional, pero por encima de todo: por encima de todo, la tremenda impotencia ante la desproporcionada reacción del Estado de Israel. Todos tenían presente que Israel había sido expulsada de Líbano en 2000, precisamente por Hezbolá. Los libaneses están acostumbrados a las incursiones militares israelíes, puntuales y de escarmiento. En esta ocasión cundía el desánimo. No va a ser un castigo. Es una venganza.
Y de nuevo este país, que tan distinto se cree -y lo es- de los que tiene a su alrededor, y que tanto se parece -aunque no quiera admitirlo- a sus vecinos, en especial a Siria, se ha visto sumido en algo que le supera, algo que forma parte de un plan estratégico para desbaratar Oriente Próximo y proteger a Israel entre cientos de bases norteamericanas, en una geografía cuyo tejido social habrá sido destruido y tribalizado.
El desaliento, el desánimo, el dolor. El escepticismo. ¿Una nueva fuerza de interposición creada a medida de Israel? ¿Más humillaciones, más depauperación, más noches de angustia? Beirut, Beirut, ¡Beirut! Capital del dolor, del dolor que ocurre a su alrededor, que hiere a sus hijos, del dolor que se acumula y atormenta la espera.
La noche anterior a mi partida, mis amigos Nadim y su mujer Wafa me recibieron. Tenían una invitada, Jadiya, del sur, cuyo esposo, Abdullah, que es ingeniero, ha tenido que quedarse en una de las centrales eléctricas de la montaña. Su madre ha huido a Siria. Con Jadiya se encontraban sus dos hijos, una parejita de 3 y 5 años, que jugaban entre sí, asustados. En un momento dado Nadim, el gerente del Cavalier, decidió sacarlos a dar una vuelta en coche. Nosotras nos quedamos, fumando narguile. Jadiya consiguió hablar con su madre y con su marido, con el pañuelo medio descolocado en su noble cabeza, mientras bebía sorbitos de cerveza. No estaba para observar preceptos religiosos. Nadim volvió al rato, con los críos cargados con bolsas de chucherías.
Permanecimos un rato más en el balcón, conscientes del insomnio venidero, escuchando el sonido de los misiles que caían en los suburbios.
-¿Qué va a pasar, Maruja? -preguntó la dueña de la casa, mientras nos estrechábamos en el último abrazo.
-Wafita, te juro que vuelvo en septiembre -aquí dije verdad-. ¡De vacaciones! -aquí temo que mentí-.
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