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Columna
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Violencia de un beso

Jesús Ruiz Mantilla

Las mañanas en el polideportivo de La Elipa parecen contagiar una pegajosa tranquilidad. El calor de la pesada canícula de julio hace arder las baldosas. Nadie repara en el estadio de béisbol con gradas de la entrada, quizá porque representa una cierta modernidad a traspié, lejana y ajena. Algunas mujeres en top less se torran y pasan un buen rato vuelta y vuelta untadas en crema de dudosa protección. Los jubilados se plantan el periódico en la cabeza para no caer en una insolación. A los socorristas les da pereza contar las horas, repanchingados en sus sillas bajo unas amplias sombrillas. Hay un nutrido grupo de niños en pleno cursillo de natación que no parece captar el interés de una pareja que retoza en la suave pendiente del césped. Se meten mano con mucha dedicación y la delicadeza de las ballenas en celo, mientras otra se morrea en el agua con una pasión más o menos contenida.

Nadie les llama la atención. Cumplen su función como parte de un gran fresco costumbrista. Su heterosexualidad les protege a prueba de bombas y se libran de la lapidación que podía haberles caído encima, como si fueran los protagonistas de una parábola bíblica, sólo que en Madrid, en pleno siglo XXI. Es lo que les pasó a Luis y a su novio, que salieron escaldados de allí porque se atrevieron el pasado lunes a darse un beso y un abrazo en público. De repente empezaron a sentir que les caían piedras como obuses acompañadas de un coro de energúmenos que les gritaban: "¡Hijos de puta, no merecéis vivir! ¡Maricones!", y ese tipo de cosas.

Pero que nadie se alarme porque Fátima Núñez, la concejal del distrito, ha dicho que se trata de "un hecho puntual". Aunque no cuadra. Porque al poco tiempo, Bernardo, de 23 años, contaba cómo de repente en un bar, él y un amigo se encontraron con un puñetazo, una patada en la boca y alguna propuesta más bien imperativa: "Maricones, ahora nos la vais a comer", muy en la línea de Torrente.

Quizás agresiones como éstas sean el colmo, pero muchos homosexuales pueden relatar perfectamente cómo les resulta duro soportar miradas despectivas y comentarios intolerables en la calle, en el metro, en los bares, en los mercados... Y no siempre de boca de machotes, sino por parte de señoras muy aparentes que seguramente comulgan cada domingo.

A mí lo que me llama la atención es que un simple beso pueda generar tanta violencia exacerbada. Y que la mayoría de los presentes censuraran después con más ahínco el gesto de cariño que las pedradas o las patadas de los agresores. Es entonces cuando me siento de nuevo habitante del mundo al revés, del planeta descuajeringado, hijo directo de la edad media y gas de las tinieblas. Si a estas alturas hay que seguir haciendo pedagogía de la tolerancia, bien vamos.

Pero es que va a tener que ser así. La libertad se nos hace cada vez más cara en un país donde la moral que dictan los púlpitos todavía causa estragos. Ya lo dice Emilio Lledó, que en la democracia de este país, todavía queda pendiente la deuda de la educación laica. Una cuenta que habrá que cobrar algún día para no tener que bajar la cabeza.

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Algunos, en cambio, la llevarán bien alta por episodios así. Seguro. Más cuando han sembrado vientos y han recogido estas tempestades. Por muchas parejas gays de derechas que quiera casar el alcalde, los de su partido se sentirán más orgullosos de sus manifestaciones a favor de la familia, atiborradas de alzacuellos y carritos de bebés, en las que no caben otras uniones, ni maneras de ser felices distintas a las que promueven la santa madre Iglesia y gran parte de sus secuaces en las aulas de los colegios subvencionados.

Son los mismos que aún predican que la homosexualidad es una enfermedad y traspasan el mensaje a los adolescentes que así lo creen, un escandaloso 28%, según un estudio del Colectivo de Lesbianas, Gays, Transexuales y Bisexuales y la Universidad Autónoma. Seguramente, cuando abordan desde ese punto de vista el asunto, están pensando en la que se cura a base de cilicio y agresión a niños en internados. Ésa sí es una enfermedad psicológica. Pero no la homosexualidad que se vive con dignidad y coraje, en este país donde todavía sobrevuelan demasiados cuervos a sus anchas.

A esas manifestaciones de defensa de la familia y coto exclusivo suele acudir Esperanza Aguirre. Cuando salía el otro día de La Elipa, y me adentré en el eslalon de la M-30, puse la radio en el coche. La presidenta daba consejos prácticos a unos jóvenes del PP que querían dedicarse a la política y quiso ponerles deberes para este verano: "Leed La sociedad abierta, de Karl Popper". Me entró el mismo ataque de risa que te está dando ahora mismo a ti, querido lector. ¿Será para que aprendan a cerrarla aún más?

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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