Un cuento para releer
Cuando ustedes lean esto, es probable que ya se hayan apagado los prolongados ecos del incidente entre Materazzi y Zidane, del que se han ocupado casi todos los columnistas, hasta los que desdeñan o detestan el fútbol. Pero puede que no del todo, y que en realidad nunca se apaguen, y que ese asunto, por tanto, pase a formar parte de la memoria y el imaginario colectivos, no sólo de los futboleros. Si eso fuera así, sería el mayor éxito de Zinedine Zidane, en contra de las apariencias y de los actuales lamentos.
Pasada la primera y elemental impresión, hay que mirar el episodio desde el punto de vista más duradero, que es el de la ficción. Cuanto se recuerda en la vida adquiere con el tiempo, precisamente por ser recordado, un carácter narrativo, y acaba viéndose, según el caso, como una película, una novela o un relato. La despedida de Zidane da más para lo último, quizá. Tal como había ido la historia, el final parecía destinado a ser muy feliz o, en su defecto, bastante feliz. Para quienes gustan de los cuentos "bonitos", esto habría sido lo ideal: Zidane, uno de los jugadores más exquisitos, campeón del Mundo con Francia en 1998 y de Europa en el 2000, de la Champions League con el Real Madrid en el 2002, ya con treinta y cuatro años, cansado del mal juego reciente de su equipo y de entrenadores bobos que no supieron sacarle provecho; un hombre que suele caer bien, solidario y nada demagógico fuera del campo, elegante, discreto, con una notable timidez pese a llevar un decenio o más siendo un astro, decide jugar sus postreros partidos con la camiseta de su país y retirarse para siempre. Vistas sus decepcionantes actuaciones de los últimos dos años, y lo gastados que andan la mayoría de sus veteranos compañeros, nadie espera apenas nada, ni de Francia ni de él. Al principio del Mundial de Alemania, se confirman los escepticismos: ni él ni su equipo brillan, son incapaces de ganar a selecciones inferiores como Suiza y Corea del Sur, les cuesta lo indecible derrotar a Togo. El siguiente rival es la bulliciosa y rejuvenecida España, y nuestros periodistas e hinchas, con sus proverbiales chulería y bravuconería, anuncian la jubilación de Zidane: quedará eliminado, dará sus últimos pasos de baile con un balón. Los españoles, como suelen, muerden el polvo, y el "viejo" les mete un gran gol. Luego caen los brasileños, grandes favoritos según los spots de publicidad, y les siguen los no menos soporíferos portugueses. Francia está en la Final. Contra todo pronóstico inicial, el cuento se encamina hacia el género infantil, o hacia una película de Disney.
Imaginemos que Zidane no cabeceó a Materazzi y que aun así su selección perdió. Ahí tenemos el final bastante feliz. El magnífico héroe crepuscular ha estado a punto de lograr la proeza, y en todo caso se ha marchado disputando la Final de la Copa del Mundo, algo al alcance de muy pocos. Supongamos que Francia sí gana. Que lo hace mediante gol o pase de Zidane, o bien que, llegados a los penalties, él se encarga de marcar uno decisivo o no tanto -lo mismo da- de manera magistral, como ya hizo al inicio del partido. Como capitán de Francia, el ídolo fatigado recibe y alza el trofeo y desaparece sobriamente en su momento de apogeo, en la máxima gloria a la que puede aspirar un futbolista. Este cuento es precioso y le gusta a casi todo el mundo, incluyéndome a mí. Pero no da mucho de sí, no se puede releer, porque es de una pieza y algo empalagoso. De hecho tiene todos los ingredientes de los cuentos de hadas, o aún peor, de las historias edificantes, ejemplares, de "superación". Si lo miramos con ojos literarios o cinematográficos, a lo que más se parece es a una película americana idiota o juvenil, si es que ambas cosas no quieren decir lo mismo hoy en América.
Tal como se ha desarrollado, en cambio, la despedida de Zidane resulta inquietante, turbia, adquiere densidad y dramatismo de buena ley. Como si fuera un jugador bisoño, el admirable Zinedine, que habrá oído de todo a lo largo de su carrera en el césped, cae en la provocación de un archiconocido archivillano italiano y le da un cabezazo en presencia del mundo entero. Echa a perder su final felicísimo cuando lo acariciaba con la punta de los dedos: estaba en su mano asirlo y crear la mejor leyenda. ¿La mejor? No lo creo. De no haber sido expulsado y haber vencido Francia, todo habría sido tan perfecto que no habría admitido lo que hace de veras que los hechos perduren: el enigma, el misterio, la ambigüedad, la posibilidad de fantasear interminablemente con lo que habría podido ser y se desperdició. Es decir, lo que llevamos haciendo muchos desde hace semanas, y lo que nos quedará para siempre como el hermoso final que se malogró. Esta otra película no es de Disney, sino quizá El buscavidas de Rossen, o Atraco perfecto de Kubrik, o La jungla del asfalto de Huston, o alguna compleja maravilla de Fritz Lang, cuyos personajes lo prevén todo para alcanzar sus metas y abandonan o fracasan en el último instante. Sí, en cierto sentido es una pena lo que ocurrió, pero en otro hay que agradecerle al gran Zidane que en su última hora nos haya dejado un relato hondo, extraño, quebrado, rugoso, y no una historieta tan previsible y tersa que no se pueda releer.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.