El pudor y la sangre
Las altísimas temperaturas que hemos padecido en el paisito durante el mes de julio me han revelado una definitiva separación entre el mundo de hoy y el de mi infancia. Ahora, cuando hace calor, la gente se pone en calzones a las primeras de cambio, por más que la playa se encuentre a decenas de kilómetros. Ese pasear por zona urbana con atuendo de bañista resultaba inconcebible hace unos años. La aparición sobre el asfalto del muslo, el sobaco, la pelambrera, cuando no las masas mamarias que rodean el pezón, es una moda reciente, que hizo en su momento de la calorina veraniega su eximente principal. Si antes la exhibición cárnica era privativa de la playa, el chiringuito o el malecón, ahora, con la llegada del buen tiempo, todo distrito urbano se convierte en una chacinería, con embutidos de calidad diversa.
El antiguo pudor de mi generación (que no era tanto moral, como estético y de estilo) perece bajo el empuje de las nuevas costumbres generalizadas al amparo del bochorno estival, si bien hay que puntualizar que su vigencia, normal en Occidente, no alcanza sin embargo a otras culturas. La alianza de civilizaciones, que formuló nuestro presidente de Gobierno, no afecta a la indumentaria. Así como en Occidente deambulamos ligeros de atavío, en una parte muy grande de los países islámicos las mujeres no enseñan ni el tobillo y los hombres ocultan su rostro bajo la barba. La conclusión simplista sería considerar que el pudor funciona con intensidad en los países islámicos, mientras que en los países laicos nos aireamos con soltura. Pero esta es una conclusión errónea, porque la ética social que practica hoy Occidente procede del norte de Europa, de modo que, así como asumimos ciertas exhibiciones, en otras vertientes nos imponemos rigurosas formas de censura, auténticas inquisiciones, pudores implacables.
En los atentados del 11-S en Nueva York y del 11-M en Madrid se fue afirmando un consenso informativo para no emitir imágenes escabrosas, y ocultar la sangre, los heridos, los cadáveres. La autocensura llegó al paroxismo en los ulteriores atentados de Londres, que se produjeron bajo tierra. Las imágenes de entonces apenas mostraban a algunos bobbies, pertrechados con chalecos fluorescentes, que salían o entraban de las bocas de metro. Más que los efectos de unos actos terroristas, más que masivos y trágicos asesinatos, lo que comprobamos por la tele fue que el centro de Londres seguía siendo encantador.
Ahora los occidentales enseñan hasta los tatuajes del culo, pero se han vuelto patológicamente recatados con la sangre y el dolor; más aún si esa sangre la derraman o ese dolor lo infligen islamistas (se trata, en tal caso, de no ofender con nuestras cosas a esa gente). Sin embargo, en Oriente funcionan al contrario: cuando los israelíes perpetran una de sus terribles represalias en Líbano o en Gaza las televisiones se llenan de imágenes dantescas, que siempre incluyen a alguna anciana con chador alzando los brazos y llorando entre aspavientos. Se trata de un festín de carne sanguinolenta, que cadenas como Al Jazzira exportan eficazmente y ciertos estrategas se encargan de incrustar en nuestra conciencia, nuestra patética, pacata, apocada, acoquinada conciencia de europeos, para que asumamos, sin ningún derecho a réplica, una demoledora culpa colectiva por todas y cada una de las desgracias que acontecen en el universo conocido.
En Europa se exhiben los cuerpos desnudos, pero se ocultan con cuidado los cadáveres. Allí donde reina el Islam, en cambio, no alcanza a verse una rodilla, pero la utilización política de la sangre alcanza lo pornográfico, lo obsceno, lo vilmente impudoroso. Ocultamos los muertos que provoca el terrorismo islámico, pero los muertos no menos terribles que perpetran los israelitas viajan por las televisiones. Los civiles asesinados en Líbano o Palestina no merecen acabar convertidos en un arma de la más burda propaganda. Pero en Nueva York, en Madrid o en Londres, la gente no muere bajo el efecto de las bombas con esa asepsia que algunos censores sugieren de forma subliminal.
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