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SALONES DE PARÍS / 1
Columna
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Espacios de civilidad

La autonomía es una de las grandes conquistas de la modernidad. Autonomía de las conciencias, de los comportamientos, de las personas, de los colectivos. Autonomía frente a las tradiciones, las instituciones y los poderes que sólo se consolida cuando puede apoyarse en estructuras ideológicas y en ámbitos simbólicos que garanticen su ejercicio. Autonomía que inaugura nuevos territorios en los que el individuo es el soporte fundamental de la comunidad, el productor por excelencia de la sociedad, en el que lo público se interioriza en lo privado que es su efectivizador más eficaz. En el estudio de Claude Gautier sobre el pensamiento de Bernard Mandeville, Adam Ferguson y Adam Smith L'invention de la société civile, PUF, 1993, vemos cómo surge y se fundamenta este espacio, en el que el individualismo moral hace convivir virtudes e intereses y en el que la autolimitación de la libertad de uno en función de la libertad de los demás, conjuga la independencia de los individuos con la autonomía de los sujetos destinados a constituir un conjunto complementario y convivencial. Por lo demás, esta convivencia fáctica sólo es posible gracias a una serie de mecanismos institucionales y de pautas de sociabilidad, de carácter sistémico o no, que apuntan a la afirmación de la soberanía del área civil. Las diversas concepciones de sociedad civil, desde las más amplias o generalistas hasta las más restringidas, requieren para su funcionamiento pautas y mecanismos fundados en un aprendizaje que sólo puede practicarse si se dispone de los instrumentos adecuados para ello. Desde mediados del siglo XVII y sobre todo en los siglos XVIII y XIX los Salones cumplen esa función y se constituyen en uno de los dispositivos más eficaces para crear alternativas al poder, real primero y republicano después y para producir sociabilidad civil.

Un salón es para Anne-Martin Fugier (Los salones de la III República, editorial Perrin, 2003) antes que nada una personalidad, en la inmensa mayoría de los casos una mujer -la única excepción notable que se cita es la del salón de Charles Nodier-, que congrega en su torno una serie de personas sobresalientes de las artes, las letras, las ciencias y la política para hablar. Pues el eje cardinal de todo salón es la palabra, su ejercicio por antonomasia es la conversación culta, aunque sirva también para otros propósitos, como el intercambio de informaciones sobre lo que pasa, los temas del momento; o la representación de obras teatrales y la lectura a los críticos literarios y culturales de la producción de los autores que asisten a ellos; la creación de corrientes de opinión mediante el lanzamiento de ideas y movimientos ideológicos y culturales; y la promoción de sus participantes para ayudarles a conseguir posiciones ministeriales o para ocupar sillones en las Academias como hicieron Mme. Lambert y su salón para la designación como académico de Montesquieu, o Mme. de Tencin para la de Marivaux y Mme. du Deffand para la de D'Alembert. La interacción entre los mejores salones y las Academias fue constante y de aquí la importancia que tuvieron en la evolución de la lengua francesa.

Esta sociabilidad a la par cultivada y mundana se ejercitaba desde una informalidad muy formalizada, a días y horas fijas, distinguiendo entre grandes y pequeños días según la calidad de los invitados y el alcance de los temas a tratar, al igual que se abordaban las cuestiones más privadas en la primera sesión, antes de la comida, reservando las de la tarde para los problemas de mayor calado. El rasgo más característico del salón, lo que le constituye en tal, es la existencia y práctica del ingenio -l'esprit-, hasta el punto de que se descalificaba el lugar donde faltaba diciendo que no se trataba de un salón, sino de un comedor. Los salones despojan a la Corte de la exclusividad de las reuniones culturales y del monopolio de la sociabilidad mundana y crean un espacio, hasta entonces inédito: el de la civilidad. Entendida como la puesta en escena pública de actores eminentes pero privados y la institución de una pedagogía de las buenas maneras que, desde la urbanidad individual y la intervención microgrupal, confiere a la sociedad, no sólo plena autonomía, sino el papel de primer protagonista.

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