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Mirando al norte desde el sur

Sergio Ramírez

Desde antaño aprendimos a ver al mundo dividido entre norte y sur, siempre que el mapamundi no nos fuera puesto frente a los ojos patas arriba. En lo alto, el mundo iluminado que brilla con esplendor en la noche sideral al paso de los satélites, y abajo, el mundo del subdesarrollo dominado por el hambre y la miseria, tragado por la oscuridad, donde la voracidad avanza desolando las selvas, y también el desierto avanza sobre la tierra fértil, y que piadosamente es llamado en los documentos internacionales, mundo en desarrollo. Y por si fuera poco, en los mapas escolares, Europa aparecía dibujada con lente de aumento, para que su poderío colonial se correspondiera con su poderío territorial.

Esta fijación geográfica del arriba y abajo, arriba el norte, abajo el sur, vino a cimentar desde el siglo XIX no pocas ideas perversas para explicar el desarrollo, y también no pocas ideas sumisas acerca del porqué de nuestra pobreza. Arriba la raza caucásica, dueña del talento para la organización y la disciplina, y sobre todo dueña de la inventiva necesaria para crear el progreso y arriesgarse a conseguirlo. Y abajo, los desordenados e indolentes mestizos, pobres por su propia culpa, levantiscos e incapaces de construir. Y por nuestra propia cuenta, los habitantes de este sur maldito empezamos a hacernos nosotros mismos la idea, también desde antaño, de que la imposibilidad de avanzar se hallaba en nosotros mismos, desheredados de talento y de fortuna, y que por eso se necesitaban de urgencia las inmigraciones europeas. Había que trasegar el norte hacia el sur, aliviar nuestra carga de mestizaje, para poder merecer una oportunidad sobre la tierra.

Nos condenaba, además del mestizaje remoroso, el clima. Lástima no tener estaciones que se sucedieran de manera exacta a lo largo del año, y no el caótico desorden tropical de soles y lluvias, humedad y vapores malsanos exudados por selvas y pantanos, culpables de la indolencia sensual, y de ese erotismo de costumbres capaz de producir música y poesía, pero nunca iniciativas concertadas y constantes, claves de todo progreso. Y nosotros mismos aprendimos también a aceptar que el paisaje de junglas enmarañadas, tormentas imprevistas, ciclones y ríos demasiado caudalosos, era nuestro peor enemigo. Cuánta falta nos hacía la apacible caída de la nieve.

Nos inventamos entonces países de eternas primaveras y suizas centroamericanas en el trópico, y ansiamos el frío y los leños encendidos en las chimeneas como asuntos cruciales para la redención de nuestros males. La nostalgia por las navidades blancas. Toda la parafernalia segundo imperio que entró en los salones, y la arquitectura neoclásica que marcó el perfil de los palacios presidenciales, los teatros y edificios públicos, vinieron a ser la consagración de esta devoción por el norte, como si también el trasplante de decorados fuera capaz de obrar el milagro de entrar en el norte sin movernos del sur. Por eso mismo, los techos de las mansiones victorianas en los villorrios centroamericanos tuvieron el declive necesario para dejar resbalar la nieve.

Las inmigraciones masivas ensayaron a convertir al sur en norte, como ocurrió en Argentina, por ejemplo, un sueño muchas veces derrotado por las dictaduras militares, el populismo y las crisis económicas sucesivas que han tenido la maléfica virtud de volver atrás el péndulo del desarrollo, ya cuando parece que su viaje hacia delante es irreversible, de la riqueza a la pobreza y viceversa, desde los tiempos de Sarmiento. Y eso que los climas australes son capaces de producir nieve.

Quizá es en el trópico caribeño y centroamericano donde el síndrome del sur, a pesar de que geográficamente no lo somos tanto, hace que el péndulo siempre esté oscilando hacia atrás, y que su viaje hacia delante se vea frustrado de manera tan perseverante. Hemos sido siempre culpables de los amaneceres más portentosos, espléndidas puestas en escena que incendian los cielos, de los sueños más descabellados, y de los aconteceres abruptos.

Un cataclismo permanente de la historia, donde abundan las exageraciones y las sorpresas más contundentes, hijos irremediables de la anormalidad, que hasta hoy sólo ha sido útil en la literatura, y mientras más anormalidad, mejor literatura, desde los dictadores que han llegado a ser seres sobrenaturales, eternos en el poder hasta la saciedad de los siglos, al juego más alucinante de contrastes, porque mientras sobrevive el paleolítico en lo hondo de las selvas y la sociedad patriarcal en los llanos ganaderos, visiones del pasado con sustancia real de presente, al mismo tiempo la modernidad, y aun la posmodernidad, nos asaltan en jirones y retazos para hacer más incomprensible el paisaje. El arado egipcio arrastrado por los bueyes al lado de las antenas parabólicas.

Y como en el juego de las cajas chinas, también el sur enmarañado contiene retazos del norte, una reducción a escala del norte y sur de la geografía universal. Acabamos de verlo en las recién pasadas elecciones de México, donde, aparte de la disputa acerca de la legitimidad de sus resultados, ha surgido un mapa electoral que muestra a la derecha del PAN reinando en el norte, más vecino a Estados Unidos, y la izquierda del PRD, en el sur, más vecino de Centroamérica; el norte de México, supuestamente más rico, y el sur, el más atrasado. Un norte y sur locales, que quedan en empate técnico.

Pero no creamos en los espejismos que han sido fabricados para nosotros, y que nosotros mismos hemos ayudado a fabricar. En Bolivia, la región más rica y próspera es la del sur, la de Santa Cruz de la Sierra, que es más cálida, y la más pobre está al norte, la del altiplano, donde hace todo el frío que los viejos ideólogos sumisos veían como necesario para ser civilizados. Pobres de solemnidad hay en Nuevo León, en el norte de México, al lado de las usinas, como en Chiapas, al sur, donde la pobreza viene a confundirse con la de Guatemala. El atraso es desigualdad porque la riqueza está mal repartida, haga frío o haga calor.

Sergio Ramírez es escritor y fue vicepresidente de Nicaragua.

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