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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Cero en solidaridad

Había una razón fundamental para conseguir un acuerdo antes de final de año en la Ronda Doha de negociaciones comerciales que se suponía aliviaría la pobreza de medio mundo e impulsaría el crecimiento económico: en diciembre vence la autoridad y el plazo de que dispone el presidente de EE UU para aprobar acuerdos comerciales sin consultar al Congreso de su país. La suspensión indefinida en Ginebra de las negociaciones comerciales abre, así, un periodo de incertidumbre que sólo podría ser salvado por un más que improbable acuerdo de los 149 países que integran la Organización Mundial del Comercio (OMC) para revivirlas.

De nuevo son Estados Unidos y la Unión Europea -que se culpan el uno al otro- los causantes sistemáticos de la parálisis de unas negociaciones iniciadas hace casi cinco años y cuyo fracaso definitivo envía una ominosa señal a la economía internacional y preludia a la vez una nueva oleada de proteccionismo. Aunque eran seis los negociadores clave en el último intento -EE UU, la UE, Brasil, Australia, Japón e India- por conseguir la liberalización agrícola, ha sido la suma de la intransigencia estadounidense en reducir los subsidios a sus productores y la escasa disposición europea a rebajar los aranceles que pesan sobre las importaciones la causa fundamental del colapso. Un fracaso tanto más llamativo después de que en la reciente cumbre de San Petersburgo, Bush y otros dirigentes de las democracias más ricas del planeta airearan su compromiso en favor de un esfuerzo liberalizador redoblado.

Una vez más, pagarán los más pobres. Todos asumimos que una de las premisas del desarrollo es la extensión del comercio, el aumento de los intercambios y del número de los países que los realizan. Pero, como se ha puesto de relieve durante el fin de semana, cuando se trata de poner en práctica prédicas tan edificantes aflora el verdadero poder y las resistencias de los grupos de presión. Los intereses de los agricultores de los países más avanzados -y su repercusión en las políticas domésticas de los grandes negociadores- prevalecen sobre la conveniencia general.

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Las naciones más desarrolladas vuelven a dar un penoso ejemplo. La pedagogía de la globalización, de la apertura, del libre mercado, falla nuevamente por parte de quienes más la airean. Esa actitud sacrifica no sólo las posibilidades de desarrollo de los más pobres, para los que la agricultura suele ser su principal exportación, sino también los intereses de los consumidores y contribuyentes de los países ricos, obligados a subsidiar la ineficiencia. La OMC, la más importante herramienta de gestión del proceso globalizador, sale malherida de Ginebra.

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