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El presente desde la historia futura

Los hechos conflictivos del presente adoptan otro sentido si los intentamos mirar desde una interpretación histórica: sorprende tanto el enorme esfuerzo para conseguir lo que es obvio y de sentido común, y sigue repugnando tanto la hipocresía de nuestra sociedad.

De la misma manera que es hoy incomprensible que costase tantas muertes de ciudadanos indios conseguir algo tan obvio como la independencia del imperio británico en 1947, o es inconcebible que la mayoría de los alemanes a finales de los años treinta aceptasen el exterminio de los otros a la vuelta de la esquina, o que haga poco menos de un siglo las mujeres no pudieran votar (y aún hoy estén sufriendo flagrantes discriminaciones), o que hasta hace poco más de un siglo la esclavitud estuviera aceptada como normal; de la misma manera que todo esto hoy nos ha de parecer indigno, vivimos fenómenos que observamos impasibles (o que no queremos ver) y que en el futuro, cuando los interpreten nuestros descendientes, van a ser imperdonables. ¿Que dirán de nosotros al comprobar como dejábamos a su suerte a millones de africanos víctimas de la enfermedad y la violencia, la miseria y los gobiernos corruptos, o cientos de libaneses bajo la planificada destrucción israelí? ¿Cómo interpretarán que gastemos mil veces más en armas que en aplacar el hambre y la injusticia ecológica? ¿Cómo entenderán el trato que damos a la inmigración, que Europa necesita como mano de obra y como energía vital renovadora, pero que ha de pasar todo tipo de obstáculos y peligros? Una parte de estos inmigrantes, tras muchos sacrificios, quizá consigan una vida digna y con derechos, después de jugarse la vida en viajes escalofriantes, de diversas etapas, controlados por mafias, sin conocer el destino concreto, intentando salvar la distancia -alcanzable en kilómetros, insalvable en fronteras- entre la miseria del Tercer Mundo y la opulencia, a veces escenográfica, de los países europeos; varias veces detenidos, quizá expulsados, pasando en Barcelona, la ciudad del diseño, por agujeros negros como Guantánamo, en los centros de internamiento de inmigrantes en la Verneda y, pronto, en la Zona Franca. Los habitantes del futuro no nos van a perdonar nuestra hipocresía ni van a entender la saña de las fuerzas del orden. "Pensaban que vivían en una democracia y era una sociedad policial, casi fascista", será lo que opinarán.

El futuro juzgará como imperdonables fenómenos que observamos impasibles

Otro hecho que ha de sorprender en el futuro es el tratamiento que se da al fenómeno tan complejo y heterogéneo de los okupas, algo que ya tiene su larga historia de squaters en Inglaterra, Holanda, Alemania e Italia, con periodos de represión y momentos de esfuerzo para aproximarse a las iniciativas de la okupación y al problema de la vivienda para los jóvenes, contemplándolo desde la legislación y desde proyectos concretos. En nuestro país la legislación no ha atendido nunca a matices ni alternativas para un fenómeno que es creciente entre unos jóvenes que, por primera vez, tienen peores perspectivas que las generaciones anteriores, condenados a la precariedad, a la crisis de la educación y a las dificultades para acceder a la vivienda. Aunque en alguna ocasión haya una cierta tolerancia, la okupación, en definitiva, está penalizada. ¿Cómo puede ser que ante un fenómeno tan creciente no se tanteen alternativas y se intente cambiar de mentalidad? Es increíble que una parte de la sociedad quiera criminalizar precisamente a sectores de jóvenes que se mueven para crear espacios libres para la cultura y la sociabilidad, y que ponen en evidencia el gran engaño de la vida hipotecada: este nuevo tipo de dominio que se basa en que la gente esté endeudada por tener unos metros cuadrados para vivir y que, en consecuencia, su única aspiración sea no perder sus derechos como consumidores en una sociedad que olvida cuáles son los derechos esenciales como personas: a la vivienda, a la ciudad, a la sanidad, a la educación, a la belleza, a la memoria, a los espacios de libertad, a una cultura sin consumo, a algo más que no sea "pan y circo". En el futuro se preguntarán: "¿Cómo eran tan insensatos para criminalizar a los que luchaban contra la violencia inmobiliaria y a favor de otro mundo posible, tal como hicieron los jóvenes en los años sesenta y setenta contra la dictadura de Franco? ¿Cómo era que, en vez de dar algún paso para entender la complejidad de lo que sucedía en la naciente sociedad de la precariedad, sólo sabían dictar más medidas represivas y más ordenanzas cívicas?".

La lista de hipocresías es larga, como la de los nacionalistas que especulan con la nostalgia y el sentimentalismo de un mundo unitario que nunca existió y que defienden tanto la lengua, pero que son cómplices del consumo del territorio, la destrucción de paisaje y el borrado de la memoria. O como la de ciertos representantes del poder que han repartido palos hasta donde es posible a la parte de ciudadanía que se organiza para defender el patrimonio y el paisaje, y a los que el día de la inauguración de aquella plaza, parque o fábrica convertida en museo gracias a que la defendieron los vecinos se les llena la boca de frases patrióticas.

Nuestra sociedad hipócrita es la de los que siguen en la playa o en la piscina mientras el cuerpo de un joven inmigrante yace a unos metros, los que llaman a la Guardia Urbana cuando unos okupas entran en una de los miles de viviendas deshabitadas para devolverles la vida, los que sólo se mueven para reclamar: "detrás de mi casa no pongan tal equipamiento" o "no quiero inmigrantes en mi barrio, que el precio de mi vivienda baja, ni quiero hijos de inmigrantes en la escuela de mis hijos, que la calidad de la enseñanza empeora". Nuestros gobernantes prefieren como interlocutores a esta parte de ciudadanía y no a la más rebelde y solidaria, a la que lucha por un mundo mejor. Y es así porque el mismo poder político y económico promueve una ciudadanía consumista e insolidaria, que aplauda la represión y cuyo universo cultural se ciña a la televisión y a la segunda residencia.

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Josep Maria Montaner es arquitecto y catedrático de la Escuela de Arquitectura de Barcelona (UPC).

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