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El bipartito gallego y los elementos

La controvertida dedicación de un museo en Nador a la figura de Mohamed Mizián trae a colación su papel como capitán general de Galicia, en reconocimiento de los servicios prestados al bando ganador de la guerra incivil. Cuando Mizián visitaba Compostela, las autoridades locales, temerosas de dañar su adusta sensibilidad, tuvieron la ingeniosa idea de anticiparse a las instalaciones de Christo y cubrir con sábanas imitando nubes a los moros masacrados bajo los cascos del apóstol Santiago, en el relieve escultórico que corona la casa consistorial. Imagen bélica nada estimulante a efectos de la cohabitación-cooperación que, con el advenimiento de la democracia, se iba a producir entre el Ayuntamiento y el Gobierno autonómico, regidos por formaciones políticas distintas que compartían, no obstante, la sede palaciega. Veinticinco años después, en el ala autonómica del edificio convive un gobierno bipartito que inició su periplo pragmáticamente, con un programa común pero con decisiones duales y de eficacia dudosa, como la de separar las competencias de vivienda y urbanismo, algo muy en boga en todo el Estado. Tras un año de gestión, aunque mediáticamente pueda parecer que hay dos gobiernos paralelos, cada día sudan en la trastienda para conformar una política común; eso sí, cuando surge una diferencia se montan comisiones y se recurre a gabinetes expertos con el ánimo de ganar tiempo. A pocos les preocupa que haya dos orillas con tal que el caudal de proyectos e iniciativas se mantenga en un nivel aceptable, pues la propia Galicia, a su manera, también es dual: las rías altas del norte y las bajas del sur, el interior desmayado y la dinámica costa, lo monumental y lo fabril, o el propio símbolo bivalvo de la vieira jacobea.

Si los gobiernos de Fraga, que presidieron en buena medida la metamorfosis de Galicia, eran obsesivamente cuánticos a la hora de promover inversiones, proyectos y programas, el bipartito parafrasea el famoso bolero al plantearse cómo y dónde aplicarlos. Aquellas estadísticas infladas para presentar una Galicia próspera, en cabeza de casi todo, se ajustan cuando, a la hora de intervenir en el país, se pone sobre la mesa el valor de los elementos naturales, principios de la filosofía clásica: aire, fuego, tierra y agua. Aquella jauja numérica tenía truco, y el nuevo gobierno no ha tenido más remedio que enfrentarse a él y abrir el debate con empresas y empresarios que en algunos casos, fieles a un guión tradicional, amenazan con irse con las inversiones a otra parte, aduciendo que se deben a sus accionistas y no al país.

En una comunidad que perdió más de 130.000 habitantes en dos decenios y con una media de edad de 43,9 años, una ola de inversiones se dirige a la costa, no en busca de techo sino de las mejores habitaciones con vistas, como si esta generación, en el plazo de una sola década, estuviese emplazada a llenarla de jubilados extranjeros. El bipartito manifiesta, aunque de manera deslavazada, una voluntad de acompasar los distintos intereses, de forma que la tierra sea un valor permanente y no una fruslería. Planes de ordenación del litoral, directrices territoriales, control autonómico del planeamiento, leyes de protección de ríos y del paisaje, suspensión en su caso de planes generales y medidas tendentes a restablecer la legalidad urbanística, suenan a un "de entrada, no" que debe traducirse en versión positiva con políticas de fomento que impliquen a los ayuntamientos, las empresas y la sociedad.

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El fuego, por su parte, como un Hefesto maligno azuzado por la mano del hombre, obligó al gobierno a replantearse los medios para hacer frente a los incendios forestales, introduciendo pautas de mantenimiento de un medio rural en riguroso invierno demográfico que necesita tiempo para pensar lo que hay que hacer, y no llenarlo a toda prisa de banalidades.

Y del fuego a las aguas de un Atlántico que se repliega para formar las mejores piscifactorías naturales del planeta, pendientes del saneamiento integral del sistema urbano costero para evitar la contaminación de nuestro orgullo económico y gastronómico, mientras se busca emplazamiento alternativo para las grandes piscifactorías industriales que habían puesto sus ojos en lugares privilegiados. Aguas arriba, los ríos mayores están embalsados con un rosario de concesiones añejas que permiten que gigavatios e inmensos beneficios sigan escapándose por los tendidos mientras los núcleos limítrofes aún carecen de un suministro eficiente, y por ello se pretende revisar los onerosos contratos e implantar un canon o ecotasa, siguiendo el ejemplo de otras comunidades.

Los "airiños, airiños, aires" de Rosalía de Castro ya no son como los de su Galicia pobre y emigrante. Hoy se mezclan con los malos humos de las centrales térmicas que, con 14 millones de toneladas de emisiones anuales de CO2, exceden el cupo gallego y nos alejan de los objetivos del protocolo de Kioto. A cambio, los vientos mueven los aerogeneradores que producen energía limpia, pero que también requieren estudios de implantación para no transformar el perfil paisajístico de las montañas.

En fin, en un año, el gobierno bipartito se ha enfrentado a los elementos, que buscan su encaje con el desarrollo y el crecimiento. Galicia, en su conjunto, está a tiempo de acometer los retos de la sostenibilidad si la política va un palmo por delante de la realidad en la búsqueda del equilibrio, y se entiende la globalización no como el trasvase de capitales y recursos entre continentes abstractos, sino a la manera de un glissando que nos envuelva a todos para poder legar país a nuestros hijos ya nacidos.

Xerardo Estévez es arquitecto.

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