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Columna
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Salud

Hace unos años se celebró un congreso científico en torno a los últimos avances sobre el genoma humano en que los participantes tenían que debatir sobre las posibilidades reales de alargar la vida o frenar el proceso de envejecimiento. Según estos científicos el cuerpo humano no está diseñado para durar más de 40 años. Al parecer desde el punto de vista de la evolución, no existe ninguna necesidad de vivir más allá de esa edad. O sea que muchos de ustedes, igual que yo, ya habrían rebasado el período de garantía como máquinas vivientes. Sin embargo - aunque el tiempo no ha servido para hacernos entender mejor las simientes precisas de la felicidad o el dolor humano- aquí estamos, dispuestos a doblar la apuesta. Después de discutir durante horas sobre genes y moléculas, aquellos eminentes biólogos tuvieron que responder en una rueda de prensa a las preguntas de los periodistas. Uno de ellos, tal vez el más humano y terrenal, le espetó a bocajarro esta pregunta a los sabios: ¿Cuántos años esperaban vivir ellos personalmente?

Sólo uno de los científicos contestó con verdadera altura filosófica. Fue el biólogo de la Universidad de Copenhague, Kaar Christiensen, que aderezó su respuesta con esa melancolía genética que es patrimonio de los daneses desde los tiempos del príncipe de la duda. Dijo: Lo que debería importarnos es añadir vida a los años y no años a la vida.

Aunque parezca extraño, dentro de esa respuesta tan vitalista es donde tiene cabida la Literatura, porque lo que nadie se atrevió a cuestionar en el citado congreso es el hecho innegable de que un lector tiene la vida mucho más larga que el resto de los mortales. Por eso no entiendo por qué razón en los hospitales, además de anaqueles repletos de medicamentos, no existe una biblioteca a disposición de los pacientes. Los libros deberían expenderse allí con la misma profesionalidad que una receta farmacológica: para una apendicitis, El americano impasible, de Graham Greene; que no es una apendicitis, sino anemia, entonces conviene degustar lentamente La isla del tesoro que es proteína pura y además rejuvenece; si tiene usted una pierna rota y escayolada, lo suyo es La montaña mágica, de Thomas Mann. De esta forma podríamos conseguir el malabarismo de convertir una enfermedad en una fuente de conocimiento y de placer sin llegar a ser masoquistas. Yo misma a los doce años, tuve una pleuresía que me dejo tumbada en la cama durante más de tres meses y sin embargo lo recuerdo como una época de felicidad porque fue el tiempo de Moby Dick, de Veinte mil leguas de viaje submarino, de El libro de la selva, de Capitanes intrépidos... El escenario de mi habitación de convaleciente se convirtió durante esos meses en un paisaje de novela de aventuras.

No se lo tomen a broma. Todos conocemos casos que demuestran esta teoría, como lo que le ocurrió al padre de la escritora argentina Graciela Cabral. Este señor estaba desahuciado por los médicos, pero se negaba a morirse porque todavía no había acabado de leer El otoño del patriarca. Todos sus amigos iban cayendo año tras año y él seguía vivo capítulo tras capítulo. Son muchísimas las personas que de ninguna manera pueden consentir en morirse sin terminar el libro que están leyendo. Yo por si acaso recomiendo tener siempre a mano Los hermanos Karamazov que abarca más de mil páginas y en ellas uno podría demorarse toda la vida.

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