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Columna
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Un país sin gordos

Leo en EL PAÍS del martes que "Andorra ha negado 950 permisos de residencia por motivos de salud". Y no sólo eso, sino que por esta misma causa "incluso se han realizado expulsiones". Preocupada (porque yo siempre he soñado con pagar mis impuestos en el país vecino), miro a ver si tengo alguna de las afecciones que te impiden la ciudadanía. Entre ellas están la hepatitis, el sida, los problemas con el alcohol, el cáncer de mama y la obesidad.

Como ven, no estamos hablando de dolencias que supongan un riesgo de epidemia mortífera, por ejemplo la peste galopante. Pero, a pesar de eso, no me sorprende que los gobiernos prefieran súbditos sanotes como robles. Me parece mal, claro, pero no me sorprende. Y tampoco me sorprende que, para los copríncipes del país en cuestión, un Ernesto de Hannover, por ejemplo, no encarne el ideal de andorrano ejemplar. No es agradable tener nacionalizado a un señor que se pasa las noches dando tumbos por la parroquia de Ordino, vomitando whisky libre de impuestos. Pero ¿qué quieren que les diga? Lo de no aceptar ciudadanos gordos lo veo más raro. ¿A ver si el Gobierno de Andorra, dejando entrar sólo a los más esbeltos, va a fomentar la anorexia entre los que queremos pagar menos? Por lo pronto, estoy segura de que todos los futuribles andorranos que tenían pensado pedir la ciudadanía se deben de estar palpando los michelines con preocupación. "¿Cuántos kilos de más aceptarán?", se preguntará tal tenista. "¿Me van a pesar delante de todo el mundo? ¿Servirá de algo que esconda barriga?", se preguntará tal corredor de motos. "¿Quién va a ser el encargado de examinarme la grasa para después enviarle al presidente el informe de mi morbidez?", se preguntará tal político retirado.

Aunque, claro, a grandes males, grandes remedios. Yo estoy segura de que, para conseguir la ciudadanía de un país tan coquetón, habrá personas que harán lo que sea. Y esto incluye pedir un crédito para pasar una temporada en la clínica Incosol, esa a la que va Carmen Sevilla cada verano para perder unos kilitos, y con lo que sobre hacernos una liposucción e implantarnos una pelota estomacal. De hecho, yo creo que los de Corporación Dermoestética podrían crear una campaña de propaganda para atraer clientes, a medias con el Gobierno del pequeño país de los Pirineos. Ya la estoy viendo. En la tele saldría la habitual tía buena enseñando las piernas bien torneadas y la cintura de avispa en un prado verde lleno de vacas y de arte románico. La voz en off diría: "Mira que senos... Mira que glúteos... Ella ha ido a Corporación Dermoestética y ya es andorrana...".

Pero una vez conseguido esto, no todo será un camino de rosas. Cuando, después de la operación, ya nos acepten, nos tendrán que hacer controles periódicos. Porque ya se sabe. Una vez eres ciudadano de primera, es muy fácil disiparte y pillar alguna enfermedad o unos kilos. Después de una dieta, si no vigilas, se produce el mítico efecto yo-yo. Empiezas a tomar copas otra vez para celebrar la nueva nacionalidad, te hace ilusión comprar mantequilla y chocolate en los almacenes El Mamut... Y eso, a la larga, se acumula en las cartucheras. Si es lo que dicen: "Un bombón está un segundo en la boca y toda la vida en los glúteos".

Por eso, yo sólo espero que lo de expulsar a los ciudadanos orondos no sea demasiado estricto. No quiero ni pensar que, un día no muy lejano, mi admirada Montserrat Caballé se vea obligada a cruzar la frontera clandestinamente y pedir asilo a España alegando razones de peso.

moliner.empar@gmail.com

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