La diosa y el pardillo
Cine negro clásico. Con su habitual tipología. Constituido por una guapísima mujer fatal, elegante, lejana, estirada, aparentemente inalcanzable, con sus gafas de sol, su mirada esquiva y su porte desdeñoso; y por un pardillo de tres al cuarto que se cruza en el camino de la chica, un cobarde de la vida (o sea, como casi todos) que de pronto se torna audaz, atrevido e incluso imprudente (es decir, como casi ninguno) por culpa del destello que desprende la diosa, deslumbrante en el plano sexual y hasta en el sociológico. Así es El secreto de Anthony Zimmer, estimable debut en la dirección del hasta ahora guionista Jérôme Salle, una película marcada por los rasgos cada vez más afilados de la bellísima Sophie Marceau, capaz de llevar a la inconsciencia al más centrado, y por el aspecto camaleónico de Yvan Attal, uno de esos bajitos aparentemente feos aptos para resultar fuertes, atractivos, pusilánimes, del montón e incluso peligrosos según convenga. Salvando las distancias (compararlos sería un sacrilegio), como ese Al Pacino que nunca se sabe si te va abrazar o a destrozar.
EL SECRETO DE ANTHONY ZIMMER
Dirección: Jérôme Salle. Intérpretes: Yvan Attal, Sophie Marceau, Sami Frey, Gilles Lellouche. Género: cine negro. Francia, 2005. Duración: 90 minutos.
La película, ágil, entretenida y muy convincente a lo largo de casi todo el metraje, engancha gracias a una historia aparentemente bien trabajada y a una realización solvente. Sin embargo, esa obstinación de cierto cine contemporáneo por intentar epatar al espectador con las resoluciones de última hora, provoca que todo lo visto anteriormente tenga que ser cuestionado tras el golpe final.
Es entonces cuando la actitud mostrada por uno de los personajes no resulta tan efectiva, tan creíble; quizá sí en las secuencias en las que su comportamiento es público, pero de ninguna manera en otras en las que no hay nadie cerca vigilando. Y ahí el desenlace resulta demasiado impostado, poco verosímil. Un defecto que se podría haber salvado siendo algo más cuidadoso (y menos tramposo) en el diseño de las escenas en las que dicho personaje es el único centro de atracción en la pantalla.
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