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Columna
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Virtudes públicas

Del caso marbellí hay poco que opinar. "Es mucho más difícil describir que opinar... En vista de lo cual todo el mundo opina", decía el periodista Josep Pla. Describir es investigar, y una buena descripción resulta la opinión más contundente. La confesión ante el juez de un concejal de Marbella supera todas las opiniones sobre el caso. El concejal ganó 200.000 euros en 2004 y 2005, participando en el juego entre constructores que sobornan y ayuntamientos en venta. Las últimas investigaciones judiciales han provocado el patriotismo gremial de los empresarios, pobres promotores indefensos, obligados a pagar sobornos millonarios: sobornan, sí, pero porque los políticos piden. Y ahora se sienten acosados por el afán intervencionista de la ley, la policía y los jueces.

El patriotismo, gremial o territorial, siempre reconforta. Estos días han sido de muchas banderas. Pasé por Inglaterra, donde abundaban los coches con banderas al viento, sobre las ventanillas de atrás, dos veces la roja cruz de San Jorge. En un apartamento de Kensington, cerca del Liceo francés, vi una bandera de Brasil. En casas y escaparates había más banderas inglesas. Volví aquí, a la costa, y vi más banderas, de España, y una tímida bandera argentina en un balcón, junto a la ropa tendida. Los locutores radiofónicos, televisivos, transmitían el fútbol con emoción de patria: nada de neutralidad, nulo análisis de los equipos y del juego individual, nada, sólo fervor de triunfo patrio. ¡A por ellos!

Era una mezcla magnífica de multipublicidad (telecomunicaciones, coches e industria del entretenimiento) y patriotismo unidireccional. La simbiosis de patria y propaganda me ha dejado preocupado, porque, después del verano, en septiembre, el Estatuto andaluz resurgirá en la política nacional española, en Madrid, en el Congreso. Temo una ofensiva nacional española, y una efervescencia de patriotismo andaluz publicitario, para los votos de 2007. Hay ya en el nuevo Estatuto bastante espíritu de agencia publicitaria moderna, con frases como "Un Estatuto para el siglo XXI", o "la incorporación del pueblo andaluz a la sociedad del conocimiento". No tenían este instinto de eslogan los ciudadanos reunidos en Filadelfia en el verano de 1787 para hacer la Constitución estadounidense. Creo que no la definieron como "una Constitución para el siglo XIX".

En Norwich, en una conversación de cena universitaria, me preguntaron por mi lugar de nacimiento, Granada. "En el sur, como Valencia", añadió una señora indígena. Fui a decir que no, que no exactamente como Valencia, pero recordé que, cuando el sevillano José María Blanco White redactó el artículo Spain para la Enciclopedia Británica, dividió España en provincias del norte y del sur, y, dentro de las provincias marítimas del sur, incluyó a Valencia, Murcia, Granada y Sevilla. Córdoba y Jaén se unían, en el sur interior, a Salamanca, Extremadura, Mancha, Toledo y Cuenca. Así era la España de Blanco White, en los años veinte del siglo XIX.

A los propagandistas de la nueva Andalucía eterna les pediría que fueran prudentes: incluso un patriotismo nuevo puede adquirir magnitudes legendarias con una buena campaña publicitaria. Les pediría dos cosas: primera, que traten el Estatuto como un asunto administrativo; y, segunda, que nunca recurran al agravio interregional para ganar apoyos electorales. Blanco White, patriota contra el invasor francés, acabó huyendo de España para salvarse de los patriotas más aguerridos, y recordaba la experiencia del alcalde de Almaraz, en Extremadura, oída camino de Sevilla, cuando Blanco se alejaba del Madrid napoleónico. El pueblo de Almaraz se levantó con horcas y hoces, aunque no tenía queja de nada, ni siquiera franceses al acecho. Sólo querían matar a algún traidor. "En Trujillo han matado a uno, en Badajoz a uno o dos, en Mérida a otro, y nosotros no queremos ser menos", le dijo al alcalde el jefe de los amotinados.

Es un caso extremo, exagerado, del no querer ser menos que nadie.

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