Apaga y vámonos
Madrid no termina de salir del quirófano. Lleva años sometida al bisturí de las excavadoras, sufriendo la infinita remodelación de su figura, la liposucción de sus entornos rurales y la implantación de las aparatosas prótesis del mobiliario. Hasta el momento, el Ayuntamiento argumentaba que la cirugía no era meramente estética, sino que se trataba de intervenciones facultativas revitalizadoras del organismo urbano.
Pero se ha ido demasiado lejos. Madrid aún no se ha sobrepuesto de su anestesia de andamios y desvíos provisionales cuando el alcalde ya quiere cambiarle el peinado y el maquillaje. La nueva normativa que suprimirá en menos de un año las luces de neón del centro de la ciudad pretende esencialmente una limpieza estética del centro histórico, una remodelación teóricamente superficial pero, como cualquier corrección forzosa de la apariencia, un duro golpe a la autoestima de la ciudad.
Con la excusa de ahorrar electricidad se van a desmontar 120.000 rótulos publicitarios
Da la sensación de que nuestros políticos no cesan de sentirse acomplejados de Madrid. La semana pasada, sin embargo, la prestigiosa revista estadounidense Reader's Digest reveló que los madrileños somos unos de los ciudadanos más educados y amables del mundo, por encima de los parisinos, los londinenses o los milaneses. Pero no dejamos de mirar al exterior de reojo, aún atenazados por un sentimiento de inferioridad política, estética y comercial. Por lo menos parece que ahora las comparaciones con Barcelona han amainado y nuestro espejo son las grandes capitales europeas. Madrid procura a toda velocidad modernizarse, abandonar las reminiscencias de la España profunda y cañí y exportar una "Marca Madrid" vanguardista y globalizada.
Los intentos por estar a la altura de París, Londres o Berlín, de abolir los estereotipos de castañuelas, tortilla de patata y toros que aún viven en muchos turistas es plausible. Pero el golpe de perder los Juegos Olímpicos de 2012 ha llevado a Gallardón a extremos paranoicos. Ahora, con la excusa de ahorrar electricidad y reducir la contaminación, se van a desmontar los 120.000 rótulos publicitarios que iluminan el centro de la ciudad. En realidad lo que preocupa al Ayuntamiento es la cutrez visual de la ciudad, pues considera al neón un gas innoble. Quizá le recuerda a los ochenta, un tiempo y una estética que Madrid, a su juicio, debe superar.
El alcalde, con su proyecto de jardines en la M-30 y su insistencia en peatonalizar el paseo del Prado y aumentar las aceras de Serrano, busca convertir a Madrid en un prototipo de ciudad renacentista, parisina, tranquila y clásica. Sin embargo, ese modelo no tiene por qué ser más válido que el de Nueva York, la capital del mundo y de las luces eléctricas (tras Las Vegas) y cuyos ciudadanos son más amables que nosotros. Times Square es la imagen de la actualidad, un paradigma de rascacielos e iluminación seguido por Shanghai y las ciudades orientales más prometedoras.
Parte de la normativa "del apagón" incluye reducir la superficie de la publicidad en las lonas que cubren los edificios y los autobuses. No hay nada más propio de nuestro tiempo que los anuncios. La ciudad, como hoy los videojuegos o incluso Cuba, carecen de verosimilitud si no hay publicidad. Los anuncios, las luces de reclamo, no son sólo un futuro a lo Blade Runner, sino un presente del que resulta carca, artificioso e inútil huir.
En cualquier caso, Madrid debe conformarse espontáneamente, o al menos habría que cederle un margen de improvisación. Si la Gran Vía se ha transformado en una especie de mini Broadway con sus obras de teatro, sus musicales y sus cines, con su energía eléctrica manteniendo despierta la zona las 24 horas, quizá deberíamos dejarla palpitar al ritmo de la corriente alterna, como lleva haciéndolo 70 años, en lugar de imponerle ahora el marcapasos del "buen gusto".
Por otro lado, Madrid es amplia y heterogénea. De la misma forma que Gran Vía, Princesa o Preciados pueden ser un enjambre de bombillas, otras zonas del Madrid de los Austrias conservan su clasicismo y abolengo. En la capital caben cien Madrides, lugares que igual que combinan poblaciones, culturas y clases variadas pueden vestir estéticas diferentes, desde un Picadilly flanqueado por pantallas gigantes hasta un entorno de jardines y palacios al modo de Londres, perfecto ejemplo de cómo combinar clasicismo y vanguardia y de cómo conseguir unos malditos Juegos Olímpicos.
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