_
_
_
_
Reportaje:

El orgullo roto de los 'falashas'

El Gobierno israelí, que se ha gastado millones de euros para traer a judíos etíopes, no ha hecho nada para integrarlos

Naiara Galarraga Gortázar

Danny Admansu, director general de la Asociación de Judíos Etíopes (AIJE), se desespera cada vez que recibe noticias de que una escuela, otra más, no quiere alumnos de origen etíope. "Estoy preocupado, pero no como etíope, sino como israelí, porque esos críos son parte de esta sociedad". El Estado hebreo, que se ha gastado millones de euros en las últimas tres décadas en traer a miles de correligionarios desde Etiopía, los llamados falashas, no ha hecho un esfuerzo equivalente para integrar a este 1,5% de sus ciudadanos.

La situación de los 105.000 judíos etíopes -"un tercio de ellos nacidos en Israel", precisa Admansu- es desoladora: el 70% de las familias carece de un salario, el 66% vive de ayudas sociales.

"Cuando traes a gente volando del medievo al siglo XXI tienes que prepararte para el día después... Algo falló en el sistema", explica Admansu, nacido en Etiopía hace 31 años y líder ahora de este grupo de presión que promueve la integración rápida y completa de su comunidad.

Gadi Destau, de 25 años, llegó en la extraordinaria Operación Salomón. Cuarenta aviones trasladaron a 14.087 judíos de Addis Abeba a Tel Aviv en 36 horas mientras caía el régimen de Megistu Hailé Mariam. Fue a finales de mayo de 1991. Destau tenía 10 años; su familia, incluidos 17 hermanos de distintas madres, caminó tres meses desde su aldea, Semin, hasta la capital etíope. En un hotel vivieron durante el primer año en su nueva patria, el siguiente en caravanas. Después recibieron generosas hipotecas estatales para asentarse. "Pero nos distribuyeron por ciudades desfavorecidas, que no estaban preparadas para absorbernos", cuenta Admansu. "Cuando una comunidad necesita tanta ayuda, le deberían poner las condiciones para tener éxito".

Destau lo tuvo. Se siente un israelí más. Sus padres, aunque analfabetos, "saben de qué va la vida". Le animaron a estudiar. Ex oficial en una unidad de élite -el Ejército es en Israel una de las vías de integración social más eficaces-, es hoy un orgulloso estudiante de Derecho y activista en el Partido Laborista. Sabe que su caso no es la norma. Sus hermanos y muchos de sus amigos tienen empleos poco reconocidos y mal pagados. "No es ningún secreto que pocos tengan éxito", dice. La presencia de inmigrantes africanos en trabajos no cualificados (28%) triplica la de sus compatriotas. Además de uniformados, es habitual verles de vigilantes, de cajeros de supermercados o limpiadores. Menos del 2% ejercen profesiones liberales o académicas, según datos de AIJE.

Lo que más les hiere, lo más grave, son los prejuicios y el racismo en los colegios. Destau también los sufrió. "Tras dos años de protestas logramos que la escuela nos admitiera. Sacamos las mejores notas", apunta sonriente. Saben que una buena educación es imprescindible para cerrar la enorme brecha socio-económica, para aspirar a la igualdad de oportunidades. Pero una de cada tres familias israelíes no quiere que sus hijos compartan pupitre con judíos etíopes, asegura AIJE. A Admansu le indigna que las autoridades no obliguen a los directores de escuela a admitir a estos alumnos. "Si al que no los acepta no le pasa nada, el resto dice que ellos tampoco los quieren", explica. Para los que llegaron ya adultos fue prácticamente imposible encontrar empleo. El mundo que se toparon demandaba conocimientos del siglo XX, no del X. Y para muchos no hacer nada se convirtió en su vida cotidiana. Su posición en la familia se devaluó ante unos hijos que aprendían hebreo, que utilizaban ordenadores.

Pero también surgió la delincuencia y las drogas, origen en buena medida de su mala fama. "Esos problemas son resultado de las descomunales dificultades para integrarse", asegura Admansu, que no exime a su comunidad de "parte de la responsabilidad".

Destau considera que su misión como judío era estar en Israel. Aún recuerda su sorpresa al ver por primera vez un judío blanco. "Desde que llegué todo ha sido un plus. Siento que debo algo a esta sociedad; ellos me trajeron". Aspira a entrar algún día en el Parlamento. Si lo logra, promete "trabajar para todos los israelíes".

Gadi Destau, en un café de Jerusalén.
Gadi Destau, en un café de Jerusalén.NAIARA GALARRAGA

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Naiara Galarraga Gortázar
Es corresponsal de EL PAÍS en Brasil. Antes fue subjefa de la sección de Internacional, corresponsal de Migraciones, y enviada especial. Trabajó en las redacciones de Madrid, Bilbao y México. En un intervalo de su carrera en el diario, fue corresponsal en Jerusalén para Cuatro/CNN+. Es licenciada y máster en Periodismo (EL PAÍS/UAM).

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_