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COLUMNISTAS

Plana como encefalograma

Últimamente he estado muy entretenida con el Mundial, pero, mucho más, asomada al balcón, observando el trasiego de pantallas planas de televisor que asaltaban los domicilios. Una cosa tan tonta como el fútbol, que sobre todo es olor de linimento, gritos de jugadores en el césped, blasfemias, y esos abrazos sandungueros de pareja -o grupo- de hecho que se dan después de un gol; una cosa tan sensual, tan en relieve, reducida al universo de la pantalla plana. Francamente, no me lo esperaba.

Yo, que soy del tipo nacional medio que nunca distingue cuándo una relación sentimental deja de funcionar, y aguanto como una imbécil, pero que soy capaz de mantener en mi salón un televisor mientras le quede un hálito de vida, debo confesar que he pasado unos días estupefacta.

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mania me habría comprado unas gafas de esas antiguas, de ver cine en tres dimensiones, o habría rascado el cartón aquel que te entregaban junto con una película con olores. Habría adquirido algo sensual, profundo, algo de casi tocar. ¿Pantalla plana? Y, sin embargo, todavía van por ahí, en las postrimerías del campeonato, honrados mensajeros portadores de las desvencijadas y falsas alas de Mercurio que sólo son capaces de mostrar, en formato rectangular y chato, los asuntos que acaecen en un suspiro de tiempo.

En una tienda de diseño de este tipo de aparatos cercana a mi casa, que visito para comprar cositas pequeñas y mágicas -una grabadora para mi trabajo, un reproductor de música- o prácticas y bellas -una mesa para el televisor que adquirí en Madrid hace más de diez años y que todavía funciona-, conocí a un dependiente con el que llegué a tener cierto grado de confianza, porque no vio en mí a la clienta prepotente que se sienta en un cuarto aparte y espera que le pongan lo último en estéreo.

-Voy a cambiar de vida -me confesó la última vez que le vi.

-¿Y eso? -distraída, pasé un dedo por encima de una especie de nicho azulado que resultó ser un reproductor de compactos que se podía colgar del techo.

-He estado en África por las vacaciones. La he recorrido en coche de arriba abajo, con unos amigos.

-¿En el París-Dakar? -continué, completamente mema.

-No. De vacaciones. Y después de ver África no puedo seguir aquí.

-¿Qué pasa? ¿Vas a hacerte de una ONG?

-No. Es que después de pasar por allí no puedo continuar aguantando a gente que no sabe si gastarse dos o tres millones de pesetas (hablamos de dinero como los antiguos habitantes de esta tierra, en pesetonas) en un puto televisor de plasma de pantalla plana, para seguir viendo las gilipolleces de siempre. No puedo pasar así el resto de mi vida, vendiendo falsa felicidad. No después de África, después de lo que he visto. Ignoro qué voy a hacer, pero sé que tengo mucha suerte, y no voy a perder el tiempo.

El chico no lo sabe, pero desde

entonces no he podido volver a poner los pies ni el resto de mi cuerpo serrano en la tienda, por miedo a que no haya sido capaz de abandonar su empleo de ilusionista. Cuando camino por delante, apresuro el paso y bajo la cabeza para que desde el interior del comercio no se me reconozca. No sea que el chaval, al final, haya dejado preñada a una novia o, lo que es peor, haya olvidado la lección de África.

Pienso mucho en él estos días -se parecía al protagonista, al chico de Las Vegas, que tan entretenida resulta incluso en mi Loewe de 1995-, en lo plano y lo banal de las pantallas y de las televisiones, y en la cantidad de cosas, de objetos, con los que nos rodeamos y a los que adjudicamos la facultad de hacernos más felices.

Pero, en fin, sean felices todos con su plasma plana y su pantalla estúpida, tanto como la mía, aunque, eso sí, más cara. Pasado el Mundial, nos quedará lo de siempre: y qué añoranza, en mí, de un pequeño televisor con antena, con interferencias y en blanco y negro; cuando podías pensar que quien fallaba eras tú, tu país o el sistema político en el que vivías, y no el vacío de los contenidos.

Chaval, espero que estés viviendo tu vida. En relieve.

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