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Columna
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La cuenta de los héroes

En El dilema de la inocencia, un espléndido artículo publicado en la revista Claves por José María Ridao, se trata de la pavorosa aberración, tantas veces alabada en los martirologios, según la cual la superioridad moral de una causa permitiría, en aras de materializar la justicia, perpetrar el crimen. Para nuestro autor, cuando los más altos y nobles ideales se dejan tentar por el recurso a la violencia, acaban fatalmente convertidos en patrimonio de los monstruos. La dificultad reside en defender una causa que se estima justa sin disponer, al mismo tiempo, de la vida de inocentes o, como escribiría Kundera, en combatir la injusticia sin incurrir en ella.

Parafraseando a Ridao podríamos afirmar que la decisión acerca de la legitimidad del recurso a la violencia invocando fines políticos acarrea graves consecuencias para el futuro, y entre ellas la de prefigurar los fundamentos del régimen que sucedería al que se intenta derrocar. Los distintos grupos que se autotitulan revolucionarios, y que nosotros designamos como terroristas, comparten la idea de que asumir como tarea la práctica de la violencia les confiere la heroicidad; es decir, comparten la idea de que la sociedad, lo quiera o no, adquiere una deuda con sus libertadores, con sus héroes, a quienes vendría a corresponder la última palabra acerca del nuevo régimen a instaurar.

Es decir, que las ideas en nombre de las cuales ha sido derrocado un sistema adquirirían legitimidad para prevalecer y además en modo alguno se aceptaría que se cuestionaran los procedimientos, por supuesto violentos, mediante los cuales se produjo el derrocamiento. En definitiva, que, como sostiene nuestro autor, si la legitimidad para fundar un régimen político se pudiera adquirir a través del uso de métodos terroristas, la dependencia estaría más en función de la destreza homicida de los verdugos para ejecutar a sus víctimas que del acierto o error de las ideas que preconizan y que la moralidad de las acciones pasa a un segundo plano frente a su capacidad para acercar la victoria de la causa.

Todas las reflexiones anteriores conducen a subrayar la exactitud de aquella afirmación de Xabier Arzalluz en octubre de 1989 cuando lideraba de manera indiscutida el PNV y dijo: "Yo no creo que ETA sea básicamente nacionalista, y lo que está claro es que si llegara a ganar, nosotros andaríamos de balseros, como en Cuba" [en alusión a los balseros cubanos huidos de Cuba en los más precarios artilugios flotantes en busca de la libertad hacia las costas de la Florida para escapar de la dictadura castrista]. O sea, que la derrota de ETA sería liberadora para la gran mayoría de los vascos, incluidos los nacionalistas de muy distinto cuño, y no sólo de los que se proclaman más identificados con la Constitución.

En esa línea se situó también el lehendakari Juan José Ibarretxe el último Aberri Eguna, domingo 16 de abril, al proclamar que la violencia terrorista se había acabado para siempre porque la sociedad vasca "no la permitirá nunca más" y Josu Jon Imaz, presidente del PNV, quien insiste en poner la paz por delante de cualquier otra aspiración. Por eso, en su conferencia de prensa tras el encuentro en Moncloa con José Luis Rodríguez Zapatero, mantuvo que las conversaciones con la banda deberían dirigirse a convenir su desistimiento de la violencia y que para nada debían ponerse en relación con mesas de partidos ni con acuerdos a pactar por las fuerzas políticas vascas, porque el proceso de paz debe llevar su trayecto y el diálogo político el suyo propio.

Concluida la II Guerra Mundial y detallados los horrores del nazismo se supo sin embargo distinguir entre las víctimas y los supervivientes. Como recordaba un amigo diplomático, Primo Levi o Jorge Semprún, por ejemplo, nunca figuraron ni jamás invocaron la condición de víctimas y siempre se contaron entre los supervivientes. Pero, cuidado, porque luego la condición de víctima se fue expandiendo conforme a las necesidades de lo que Norman G. Finkestein en sus reflexiones sobre la explotación del sufrimiento judío llegó a denominar La industria del holocausto (Siglo Veintiuno de España Editores, Madrid, 2002). Y simétricamente se multiplicó también por contigüidad, por consanguinidad o por arbitrario contagio, el número de los verdugos. ¿Reclamará alguno que se le reconozca su derecho a recibir un castigo, como hizo aquel piloto del Enola Gay Claude Eatherly?

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