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Columna
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Sedición

Enrique Gil Calvo

Alegando como pretexto un subterfugio objetivamente irrelevante, el jefe de la oposición, Mariano Rajoy, ha optado por encabezar una auténtica sedición contra el Gobierno, constitucionalmente encargado de dirigir la política del Estado. Pues negarse a secundarle en una materia tan grave como la seguridad nacional, "rompiendo toda relación con el Gobierno, retirándole su apoyo y poniendo todo su empeño en que no se consumen" sus objetivos, significa lisa y llanamente un acto de sedición. Ahora bien, conociendo a nuestra clase política, todo apunta a que se trata de una sedición figurada: un puro gesto escenográfico, más retórico que real. Y ello por múltiples razones.

La primera es que sólo se produce porque ETA lleva tres años sin matar, y de haber peligro cierto de que volviese a hacerlo, Rajoy no osaría poner en riesgo la seguridad nacional. La segunda razón es que el pretexto alegado es irrisorio, de puro falaz: ¿qué importa que el PSE vuelva a hablar de nuevo con Batasuna, cuando el alto el fuego actual se debe a tres años de conversaciones continuadas entre Eguiguren y Otegi? La tercera razón es meramente táctica: si Rajoy ha montado esta escena de su ficticia sedición es para tapar y hacer olvidar su patético fracaso en el debate del estado de la nación, cuando perdió los papeles y dio la espantada huyendo literalmente de la tribuna.

Pero la razón más importante es, sin duda alguna, estratégica: el PP siempre ha estado decidido desde un primer momento a sabotear el llamado proceso de paz. Cuando Mariano Rajoy se entrevistó con Zapatero en La Moncloa el pasado 28 de marzo, tras el alto el fuego declarado por ETA, fingió llegar a un consenso con el presidente en torno a esta materia. Pero todos fuimos conscientes de que lo decía con la boca pequeña. Y que aprovecharía la primera oportunidad que se le presentase para romper el consenso con cualquier excusa. Es lo que ha hecho ahora, tras dos meses de secundar la política de seguridad. Y así el PP vuelve por sus fueros, decidido a acosar al Gobierno por todos los medios a su alcance, tratando de derribarle o al menos de desgastarle.

Pero tampoco tiene derecho el Gobierno a hacerse la víctima de esta operación de acoso y derribo, pues en buena medida ha sido provocada por el propio Zapatero en persona, con sus aviesas zancadillas y sus pellizcos de monja. ¿Quién le mandaba asumir la verificación unilateral del alto el fuego en el mitin partidista de Barakaldo? ¿Quién le mandó anunciar contactos formales con Batasuna nada más acabar el debate del estado de la nación? Y sobre todo, ¿por qué no intentó de verdad pactarlo todo con Rajoy? Cada vez está más claro que el famoso consenso no lo quiere ver el PP ni en pintura, pero tampoco el Gobierno, que hace todo lo posible para hacerlo imposible, a fin de escenificar después un victimismo contra la España negra que ha tomado prestado de los partidos nacionalistas.

Pero, sobre todo, si a Zapatero le interesa empujar a Rajoy en brazos de su extrema derecha es para poder monopolizar el espacio electoral del centro moderado. Y para eso le siembra el terreno de trampas haciéndole ofertas de consenso a ciegas que su rival no está en condiciones de aceptar. A este paso, va a tener razón el portavoz del Partido Popular en el Senado cuando le acusó a Zapatero de destruir con insidiosa malicia a todos sus rivales: a Maragall, a Carod y ahora a Rajoy, el náufrago del centro derecha que para no ahogarse ha de abrazarse al cuello de Losantos y Alcaraz. A fin de cuentas, no hay tanta diferencia entre la destructividad del PP y la de Zapatero, tam-bién empeñado en el acoso y derribo de su adversario, por mucho que lo haga con un talante diametralmente opuesto. Pero es que Zapatero saca partido de su propia debilidad política, haciendo gala de una astucia digna del ingenioso Ulises. Así es como hasta ahora ha logrado descargar sobre Maragall, sobre Carod o sobre Rajoy la responsabilidad última de sus propios fracasos políticos.

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