Cataluña, con Euskadi al fondo
DURANTE LOS ÚLTIMOS dos años, Cataluña ha sido noticia casi permanente de portada. El carrusel de sorpresas que nos ha deparado el tripartito, la voluntad maragallina de redimir España desde Cataluña y la disputa por la hegemonía nacionalista que CiU ha ganado, con alguna ayuda inesperada, por inferioridad manifiesta de su adversario, han protagonizado los principales gags de un interminable espectáculo teatral llamado Estatuto, que ha hecho que Cataluña concentrara, por unos meses, las atenciones mediáticas y el País Vasco quedara, por una vez, y gracias a la ausencia de violencia, fuera del primer plano.
Este tiempo de silencio ha sido bien aprovechado y ha permitido abrir una prometedora vía hacia el fin de la violencia. Naturalmente, cuando se tuvo conocimiento de lo que se estaba cociendo, y ETA anunció el alto el fuego permanente, el País Vasco volvió a hacerse con el protagonismo político y Cataluña ha encarado el referéndum estatutario en un clima de menor tensión. La presencia de las cámaras tiene efectos excitantes porque todos quieren hacerse notar, cuando los focos apuntan hacia otras prioridades se produce un efecto sedación. Con Esquerra Republicana aturdida por un mal paso que amenaza con devolverla a territorios marginales que parecían abandonados para siempre y con CiU pensando en las autonómicas, con el freno puesto para no agotar la artillería y para no provocar riesgos en el frente del sí, el Gobierno catalán, ahora bipartito, se ha convertido en una discreta máquina de trabajo, ajena a los escándalos y al ruido. Un espejismo, sin duda. Pero una señal de lo que pudo ser y no fue.
Mientras el referéndum avanza tranquilamente, hacia un sí sin entusiasmo, que es lo propio de las sociedades avanzadas, formadas en el escepticismo y en cierto agnosticismo ideológico, el PP ha conseguido que por unas horas Cataluña y el País Vasco compartan pantalla. Es la consecuencia -deseada o no, últimamente es difícil saber si el PP tiene otro cálculo que el ruido- de la conversión del primer partido de la derecha en el partido del no. No al Estatuto catalán, no al proceso de fin de la violencia. En este caso, no más no es igual a sí. El doble rechazo popular es un incentivo más para los que dudaban en ir a votar sí. El Partido Popular es especialista en obtener efectos contrarios a lo deseado cada vez que interviene en Cataluña. Salvo que ya den por descontado su condición testimonial en esta autonomía y todas sus actuaciones en ella sean estrictamente en clave española, y en especial de Madrid y de Valencia, las dos joyas de la corona de la derecha.
Con el Estatut, el presidente Zapatero buscaba consolidar el Estado de las autonomías y, en especial, el acomodo de Cataluña en él, con un horizonte de fin de la violencia en Euskadi como telón de fondo; Pasqual Maragall, a cuya tozudez se debe este episodio, pretendía avanzar en la construcción del Estado federal; Carod-Rovira, dar un pasito más hacia la independencia (la ventaja de los programas de máximos es que nunca están determinados por una fecha), y Artur Mas, confirmar que el pragmatismo de CiU es finalmente el que suma, porque es el que mide mejor la distancia entre lo real y lo ideal. ¿Cuál de ellos habrá cumplido mejor sus objetivos? ¿El nuevo Estatuto significa una mejora del Estado de las autonomías, acerca el país al federalismo o es un avance en el camino de la independencia? A juzgar por las reacciones de Andalucía, Valencia y las Baleares, el Estado federal es el horizonte resultante: todos ellos buscan igualarse con Cataluña.
A Zapatero corresponde la difícil tarea de conseguir que este reparto al alza sea posible sin tirar del bolsillo de los ciudadanos. Y, sin embargo, la solución federal es imposible en la medida en que exista la excepción vasca y navarra y que las llamadas naciones históricas hagan de la bilateralidad su razón de ser. El federalismo es multilateralista por definición. O sea que, pase lo que pase el día 18, seguiremos, por los siglos de los siglos, con la pesadez del debate territorial. Son las consecuencias de un Estado que no supo completar su unidad en su momento y de unas naciones que nunca consiguieron su cumplimiento como Estado. Algún día tendrá que aceptarse que el tren ya pasó para unos y otros. Si este día llegara, quizá se entendería mejor lo de nación de naciones.
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