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Crítica:TEATRO | 'La tempestad'
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Ilusión de repertorio

Javier Vallejo

Dice Lluís Pasqual que Hamlet es el hombre ofendido que busca justicia contra viento y marea, y Próspero, protagonista de La tempestad, el agraviado que decide perdonar. A Hamlet le hierve la sangre. Es joven, y el daño que ha sufrido, reciente y sin remedio. A Próspero no le sucedió nada irreparable. El tiempo le ha hecho sabio y ha sanado sus heridas. Perdona porque puede. Es lo mejor para él: si matara a su hermano, que le despojó del ducado de Milán y le abandonó en un bote en medio del mar, se pondría a su altura.

Aunque el caso que Shakespeare plantea en estas dos obras no sea el mismo, Pasqual pretende leerlas como "dos grandes metáforas complementarias" sobre la violencia armada y el terrorismo. Según él, Próspero encarna la solución pacífica, frente al ímpetu vengativo de Hamlet. El propósito del director, felizmente, no pasa de serlo: apenas se refleja en su puesta en escena.

La tempestad es un cuento de senectud, el adiós de Shakespeare a las letras. En su epílogo, el autor habla por boca de Próspero: "Ahora el poder de mi magia llega a su fin / y sólo me quedan mis propias fuerzas / ya cansadas...".

Pasqual realza el aire fantástico del relato. Su Ariel, interpretado por Anna Lizaran, es un daemon de tebeo: regordete, con alitas y un espadín quebrado como un rayo.

El tifón que desata por encargo de Próspero se representa con medio telón bajado, y los marineros agitándose por encima, como títeres encaramados en un retablillo.

Golpe de teatro

Este golpe de teatro está entre lo mejor de la puesta en escena, que es sencilla, pero sin la limpieza de otras de su director. Calibán, único nativo de la isla donde Próspero naufraga, es un negro (Aitor Mazo), como en la relectura anticolonialista de La tempestad (Une Tempête) que el antillano Aimé Césaire hizo en los años sesenta. Trínculo, el bufón (Jorge Santos), aparece travestido. Ambos y Esteban, el cocinero (Jesús Castejón), forman un trío de clowns al estilo de los de Sueño de una noche de verano. Sus intérpretes tienen chispa, pero no acaban de prender una buena hoguera.

Francesc Orella es un Próspero sobrio, con empaque, más joven de lo habitual. Su registro vocal, su gesto, recuerdan los de Jesús Puente. Rebeca Valls compone una Miranda energética, más viva que afinada. Antonio Rupérez, el actor de más edad, le da peso simbólico a Gonzalo: vale la pena escuchar su elogio de una república sin riquezas ni comercio, equivalente shakespeariano del elogio de la Edad de Oro de El Quijote.

La singularidad de este montaje estriba en que sus intérpretes son los mismos del Hamlet estrenado el viernes. Las dos obras se alternan en el Español.

Durante unos días, crean la ficción de un teatro de repertorio, como el que se hace en Berlín y en Moscú, o el que en la España de otro tiempo fue forja de grandes actores. Es grato ver a éstos ayer en un papel protagonista y hoy en uno episódico.

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Sobre la firma

Javier Vallejo
Crítico teatral de EL PAÍS. Escribió sobre artes escénicas en Tentaciones y EP3. Antes fue redactor de 'El Independiente' y 'El Público', donde ejerció la crítica teatral. Es licenciado en Psicología, en Interpretación por la RESAD y premio Paco Rabal de Periodismo Cultural. Ha comisariado para La Casa Encendida el ciclo ‘Mujeres a Pie de Guerra’.

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