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Un álbum reúne 46 discos raros del siglo XX

Diego A. Manrique

Es un estuche hermoso, con portada de Robert Crumb, y un contenido que se promete deslumbrante: una reedición digital de 46 de las grabaciones más ansiadas por los coleccionistas. Se llama The stuff dreams are made of, en referencia a la memorable frase de El halcón maltés sobre la naturaleza de la famosa estatuilla: "¿De qué es? De la materia de la que están hechos los sueños". En este caso, los sueños de los coleccionistas de blues y otras músicas rurales estadounidenses (hillbilly, spirituals, cajun).

Los buscadores de discos de 78 revoluciones por minuto -en España conocidos como "discos de pizarra"- son la aristocracia de los coleccionistas de música grabada. Llevan más de sesenta años organizados y han explorado minuciosamente la parcela sonora que han escogido. Pero siempre quedan flecos y eso es lo que ofrece The stuff dreams are made of, un doble CD (Yazoo / Resistencia) que se anuncia como "los rollos del mar Muerto del coleccionismo discográfico". Una exageración, naturalmente, pero típica del fervor de los cazadores de placas de los años veinte y treinta.

Para los amantes del 'blues' y la 'old time music', la recopilación es un verdadero festín

Para los amantes del blues y la old time music, la recopilación ofrece un verdadero festín: aparte de dos canciones desconocidas de Son House (el maestro de Robert Johnson y Muddy Waters), hay un número de piezas que no se llegaron a publicar, todo de alto nivel musical. Extraídas de rarísimos discos de 78 revoluciones por minuto, han sido depuradas digitalmente, aunque eso no evite la fritura del uso continuado: Richard Nevins, productor, ha preferido conservar algo del ruido superficial para mantener la fidelidad tonal y dinámica de las grabaciones.

Nevins ha aprovechado el librito de The stuff dreams are made of para explorar los métodos y la psicología de los coleccionistas, especie mayoritariamente masculina. Nevins fue uno de aquellos pioneros que se pateaban sistemáticamente rincones perdidos de Estados Unidos, llamando a las puertas de casas prometedoras y preguntando si tenían "discos viejos"; la llegada del microsurco de vinilo les había relegado al desván y los propietarios se alegraban de venderlos por unos centavos (no hace falta reiterar que ahora están valorados en miles de dólares, aunque los genuinos coleccionistas prefieren el trueque). Incluso, localizaron a algunos intérpretes y así consiguieron "discos de prueba" de grabaciones nunca editadas.

Se recogen abundantes batallitas -Nevins estuvo a punto de morir un día de lluvia a causa de una cerca electrificada- de estos soñadores del Santo Grial, que en algunos círculos es la serie 16.000 de Champion, una compañía fuera de toda lógica empresarial que, durante la depresión, sólo prensaba 100 o 200 copias de cada título. Nevins relativiza su particular excentricidad al documentar la existencia de coleccionistas de jabones de hotel, pelos de elefante o tréboles de cuatro hojas, pero no ayuda a la causa al explicar que sus congéneres rara vez reproducen sus discos de 78 revoluciones por minuto, para no deteriorarlos. Sí, son vistos como objetos sagrados, igual que los citados manuscritos bíblicos en hebreo y arameo.

En unas viñetas incluidas en el librito, un coleccionista como Robert Crumb reconoce que su comportamiento es neurótico. Ya en la zona de la patología, Nevins propone como santos mártires de la secta a Langley y Homer Collyer. Descendientes de una buena familia de Nueva York, durante 40 años estos solterones llenaron su edificio de todo tipo de objetos, incluyendo pianos y discos. Los Collyer murieron -literalmente- debido a su gusto por la acumulación: en 1947, uno de ellos cayó en una de sus propias trampas para ladrones y se asfixió bajo una torre de cajas; su hermano, paralítico y ciego, nada pudo hacer por ayudarle y falleció días después. Bomberos y policías tardaron una semana en vaciar la casa y rescatar los cadáveres.

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