Destrozos
Algarada en Barcelona a raíz de la celebración de un éxito deportivo. Ligeros destrozos en el mobiliario urbano y saqueo de poca envergadura. En definitiva, una minucia si se compara con los males que a diario afligen al mundo. Las autoridades asumen humildemente su culpa, pero poco podían hacer, salvo excederse en el uso de la fuerza; peor el remedio que la enfermedad. No entra en su mandato reprimir al ciudadano, sino prever y encauzar sus desvaríos. Ni la cosa es grave: un puñado de alborotadores a los que se suma alegremente un porcentaje de asistentes bajo en proporción, aunque no en número, unos 1.200 botarates que por propia iniciativa no infringirían la ley, pero si se presenta la ocasión, se apuntan. No porque busquen la impunidad en la masa. Cobardes no son: plantan cara a la fuerza policial y arrostran las consecuencias de sus actos si hace falta. Son traviesos. Su violencia se ceba en los objetos, no en las personas: la noche se salda sin víctimas. Y como nada de lo que hacen lleva un sentido ni una idea, aquí no pasa nada. En muchos lugares es tradición que las celebraciones deportivas se desarrollen con arreglo a este patrón. Es obvio que quienes participan en unos hechos teóricamente ilegales y reprobables se acogen, jurídica y éticamente, a la naturaleza efímera e insustancial del evento que los motiva. Pasada la euforia, volverán al redil. Y puesto que no hay contenido, no hay responsabilidad moral.
Por las mismas fechas aparece un libro titulado Panfleto antipedagógico, de Ricardo Moreno Castillo, en el que se expone con pasión pero sin ira el lamentable estado de la educación en España. No se refiere tanto al desacierto de la legislación en la materia ni al desinterés de la sociedad por la formación intelectual, humana y cívica de sus miembros, como a una actitud general contraria al concepto mismo de la educación. El conocimiento y el esfuerzo están devaluados; la autoridad, bajo sospecha; no acatar las normas pasa por libertad de criterio; no aprender nada equivale a pensar por uno mismo. Leyéndolo se tiene la impresión de que hay un proyecto, quizá inconsciente, de manufacturar ciudadanos que no sean malos, pero sí tontos, como los que rompen farolas porque hemos ganado.
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