"¿Por qué, Señor, has tolerado esto?", se pregunta Benedicto XVI en Auschwitz
El Papa cierra su viaje a Polonia con una llamada a la reconciliación y a la esperanza
Benedicto XVI concluyó ayer en el campo de concentración de Auschwitz-Birkenau, el mayor de los construidos por los nazis, su primer viaje a Polonia. La visita a este inmenso complejo, que simboliza todo el horror del experimento de exterminio puesto en marcha por el Tercer Reich, tuvo en el discurso del Papa su momento culminante. El pontífice imploró en italiano "la gracia de la reconciliación" para superar un episodio "sin parangón en la historia", que plantea, dijo, una tremenda interrogación: "¿Por qué, Señor, has tolerado esto?".
Una pregunta sin respuesta porque no conocemos los misterios de Dios, "y nos equivocamos si pretendemos ser jueces de Dios y de la Historia", señaló.
La tarde primaveral y revuelta obsequió al Papa con sol, ráfagas de viento y algún chaparrón, durante las más de dos horas que duró la ceremonia. El escenario no le era desconocido. La de ayer era la tercera visita de Joseph Ratzinger a Auschwitz-Birkenau, pero la primera para el Papa alemán que se declaró especialmente concernido por el horror que produce este lugar, "como cristiano y como alemán". Como cristiano, porque ni la Iglesia alemana ni el Papa de la época, Pío XII, condenaron con la energía necesaria al nazismo. Como alemán, porque sobre este pueblo pesa, siquiera indirectamente, la principal responsabilidad histórica por lo ocurrido. Ratzinger, que sirvió en el Ejército alemán al final de la guerra, tuvo palabras de comprensión para sus compatriotas, culpables únicamente de haber permitido el ascenso al poder del Partido Nacionalsocialista.
El pueblo alemán, dijo el pontífice, fue engañado "por un grupo de criminales que logró el poder mediante promesas mentirosas, que hablaban de un futuro de grandeza, de recuperación del honor de la nación y de su importancia, con promesas de bienestar y también con la fuerza del terror y la intimidación, de forma que nuestro pueblo fue utilizado como instrumento de sus manías de destrucción y dominio".
Si Juan Pablo II consideró su visita a Auschwitz, en junio de 1979, una cita obligada como Papa polaco, es decir, miembro de una de las naciones que más sufrieron en la II Guerra Mundial, Benedicto XVI declaró que él también estaba obligado a venir. "Era y es un deber ante la verdad y el derecho de cuantos han sufrido aquí, y frente a Dios, venir en calidad de sucesor de Juan Pablo II y como hijo del pueblo alemán". Si Karol Wojtyla, como representante de las víctimas no vino "para acusar, sino para recordar", Ratzinger, como representante de los culpables, advirtió sobre los riesgos del odio.
Lo repitió varias veces. Al repasar las tragedias que se esconden detrás de las 22 lápidas que recuerdan las distintas nacionalidades y grupos de víctimas del exterminio nazi, el pontífice señaló: "Las lápidas no pretenden provocar en nosotros el odio". De hecho, en su discurso sólo había una referencia al Holocausto. Al leerlo, introdujo una mención más, esta vez en hebreo. Pero quiso contraponer al odio y a la angustia el amor y la esperanza. Como la Antígona de Sófocles, dijo: "No he venido para que odiemos juntos, sino para que amemos juntos".
Benedicto XVI llegó a Auschwitz al filo de las cinco de la tarde. Cruzó a pie la tristemente famosa puerta con el lema El trabajo nos hace libres y se encaminó, escoltado a una prudente distancia por los cardenales y miembros de los servicios de seguridad vaticana, al Muro de la Muerte, lugar de las ejecuciones, donde rezó en silencio, con el ruido de fondo de los disparos de las cámaras de fotos. Unas decenas de supervivientes le esperaban en el recinto y el Papa les saludó afectuosamente. Tras visitar la celda donde murió el padre Maximilian Kolbe -canonizado por Juan Pablo II-, el Papa se dirigió al Centro de Diálogo y Plegaria de Auschwitz, que se ha convertido en una atracción turística.
Colectivos de víctimas
Después se trasladó en coche hasta Birkenau (a unos 3 kilómetros de Auschwitz y parte del mismo complejo), donde se desarrolló la ceremonia propiamente dicha, en la que tomaron parte representantes de los distintos colectivos de víctimas. Se rezó en romaní, en polaco, en inglés, en alemán (a cargo del Papa), y, sobre todo, en hebreo. El rabino de Polonia leyó un salmo dedicado a los muertos con mención a todos y cada uno de los campos de concentración y exterminio que funcionaron entre el otoño de 1941 y 1945 en Polonia y en Alemania. Sonó luego la música de Haendel y, finalmente, habló el Papa. Los que esperaban un nuevo mea culpa de la Iglesia no debieron quedar satisfechos del todo.
Más que pedir perdón, Benedicto XVI imploró porque "se despierte en nosotros la escondida presencia divina", en momentos que no son tampoco fáciles porque, dijo el Papa, "parecen emerger nuevamente en el corazón de los hombres todas las fuerzas oscuras: por una parte, el abuso del nombre de Dios para justificar una violencia ciega contra personas inocentes; de otra, el cinismo que no conoce Dios y escarnece la fe en Él". La equiparación entre el terrorismo islamista y el desprecio de la religión pareció algo excesiva.
El Papa se refirió también a las víctimas. En primer lugar a los judíos, la comunidad que pagó un mayor tributo de sangre en Auschwitz, con 960.000 muertos de un total de entre 1,1 y 1,5 millones. Un pueblo que los nazis quisieron borrar del mapa, dijo el Papa, "porque con su eliminación intentaban acabar con el Dios que llamó a Abraham". Los numerosos representantes de la comunidad hebrea escuchaban atentos. Al final hubo largos y afectuosos saludos. Pese al mal trago, Benedicto XVI regresó a Roma con la satisfacción de haber cumplido su objetivo.
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