El fracaso del dorsal 36
El dorsal 36 vuelve a casa contando las baldosas del suelo. Ciento trece, ciento catorce, ciento quince No ha llorado, al acabar la prueba no tenía fuerzas ni para llorar. Se ha sentado en un banco, se ha abrazado la cintura con los brazos y ha respirado hondo, los ojos clavados en un punto imaginario, hasta que ha reunido las fuerzas imprescindibles para marcharse.
No tendría que haberme comido esa palmera, piensa. Diez días antes, al salir del entrenamiento, estaba tan hambrienta, tan cansada, tan eufórica también ante la perspectiva de la competición y el triunfo, que cedió a la tentación de pararse ante un escaparate y aspirar el olor de un horno, el aroma de la mantequilla y el azúcar, del hojaldre y los glaseados, que salía de una pastelería. En la bolsa llevaba su merienda, un batido energético de soja y una barrita de cereales vitaminados, pero eran las ocho de la tarde, estaba agotada, tenía que andar un cuarto de hora hasta la parada del autobús y luego casi lo mismo hasta llegar a casa, y había entrenado mucho, se había machacado a conciencia, estaba segura de que su déficit energético absorbería aquel exceso, y empujó la puerta, se entregó a una vieja emoción de su infancia, pidió una palmera de chocolate, la pagó, la cogió con mucho cuidado dentro de la servilleta y esperó a estar en la calle para darle el primer mordisco.
"Pidió una palmera de chocolate, la cogió con cuidado y le dio el primer mordisco"
Tiró la mitad de la palmera, exactamente la mitad, a una papelera, y al llegar a casa contestó con entusiasmo a las preguntas de su padre, de su madre. Todo iba muy bien, estaba muy contenta, sus entrenadores la habían felicitado. Era de las mayores del equipo, la segunda más vieja, pero llevaba meses trabajando la flexibilidad, y lo que pudiera perder por ahí, lo ganaba en equilibrio, en experiencia. Se iba a clasificar, tenía que clasificarse, aquélla era su gran oportunidad, la última. Sus padres lo sabían, y se lo recordaban todos los días, porque confiaban en ella. A mamá le gustaba evocar en voz alta el incontable número de tardes que había invertido en llevarla y traerla de los entrenamientos, horas y horas esperándola en la puerta de los gimnasios. Papá sonreía y no decía nada, pero el dorsal número 36 se daba cuenta de que su carrera le consolaba de la traición de su hija mayor, a la que él podría haber convertido en la mejor ajedrecista española de la historia si no se hubiera rendido, si no hubiera explotado una noche en la cena para gritarles a todos tantas cosas horribles, que no podía más, que no le daba la gana de seguir, que no estaba dispuesta a que su vida consistiera en competir con un reloj y un tablero delante, que sólo quería ser una chica normal, corriente, acabar el bachiller, hacer una carrera, tener amigos y salir con ellos los fines de semana. Qué cobarde, pensó el dorsal 36 mientras la escuchaba, qué cruel, qué vulgar, qué equivocada está.
Ella había aprendido bien la lección. No tenía amigos, ni falta que la hacían. Una chica de su capacidad, con su ambición, sólo necesitaba buenas rivales, y ella las tenía, porque competía a un nivel muy alto. Ése era el único estímulo, la única compañía que necesitaba. Sus padres, sus entrenadores, se lo habían explicado muchas veces. Triunfa, le decían, primero triunfa, destaca, arrasa, y todo lo demás -amigos, novios, viajes, estudios, trabajo- vendrá después. Ella les había creído, les había devuelto la confianza que percibía en ellos, y se había preparado para triunfar. Ése era su horizonte, su destino, lo había sido hasta esta tarde. Ya no volvería a serlo nunca más.
El dorsal 36 vuelve a casa contando las baldosas del suelo. Ciento cuarenta y una, ciento cuarenta y dos, ciento cuarenta y tres No tendría que haberme comido la palmera, es todo culpa mía, soy una irresponsable, una fracasada, una imbécil. Se había caído. Eso era todo, que se había caído, y había perdido la cinta, y el ritmo, y la seguridad en sí misma, y se había vuelto a caer. Todavía no lo entendía, no podría entenderlo nunca, cómo había fallado en aquel ejercicio que dominaba a la perfección, que habría podido bordar con los ojos vendados. No tendría que haberme comido la palmera, una palmera de chocolate, a quién se le ocurre, sólo a mí, a mí, que soy una perdedora y ya no seré otra cosa durante el tiempo que me queda de vida
El dorsal 36 está acabado. La semana que viene cumple diecisiete años.
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