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Pasajes de París / 1
Columna
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Un espacio público

Los pasajes de París, de los que daré noticia en próximas columnas, son, más allá de su condición urbana y estética, una de las expresiones más emblemáticas del espacio público moderno. Pero, ¿qué significa esta designación? Las relaciones interpersonales y sociales de los seres humanos son fundamentales para su desarrollo y cumplimiento. Esta socialidad congénita, vinculada al aristotélico zoon politikon, reclama ámbitos para su ejercicio. El espacio público que es el que más adecuadamente se ajusta a esa función consiste en una plataforma de encuentro y conocimiento, de conversación, de intercambio de noticias e informaciones, de debate y de elaboraciones argumentales que sirven para preparar y proponer interpretaciones de la realidad. Ver y ser visto, instruirse en lo que pasa y confrontar argumentadamente los pareceres de uno con los de los demás son los rasgos esenciales de los dos modelos de espacio público: el clásico y el moderno. El primero corresponde a la experiencia griega del gobierno de la ciudad centrado en torno del ágora, ámbito en el que los ciudadanos, se reúnen para tomar las decisiones que reclama la marcha de la comunidad. Es la concepción de la polis en la que los ciudadanos deciden sobre aquello que todos tienen en común, frente al oikos que es la esfera privada, reservada a los asuntos domésticos, a las ordinarias actividades económicas. El espacio público clásico, estrictamente político, se articula alrededor de la praxis, cuyo instrumento capital es el diálogo racional, que funda el reino de la libertad, en oposición a la texne, propia de lo doméstico donde prima la racionalidad instrumental característica de la necesidad.

El espacio público moderno es una creación de la Ilustración que tiene sus raíces en el pensamiento de Kant, a partir del cual, Habermas tomando apoyo en la offentlichkeit o esfera de la publicidad y Koselleck en la soberanía del sujeto y en la crítica la razón práctica reelaboran esta categoría. Esta reelaboración se enmarca en la preeminencia de la conciencia individual, incondicionada y autónoma, sin más guía que la razón y la moral. Este nuevo espacio emergente, fuertemente impulsado por las fuerzas de la burguesía en plena fase ascendente, apunta básicamente a la emancipación del individuo frente al Estado y a su razón omnipotente. El enemigo es el absolutismo político encarnado por Hobbes, al que la irrupción del espacio público burgués, con la fuerza que le dan las conciencias y las voluntades de las personas privadas, miembros de la sociedad civil, priva de toda legitimidad. Con ello el espacio público moderno o burgués se nos aparece como una entidad bifronte, con una cara política y otra social, la segunda funcionando como soporte y fundamento de la primera, pero ambas regidas por el principio de la argumentación y de la crítica y contribuyendo por igual a la producción de la opinión pública.

El advenimiento de la sociedad de masa y las tecnologías de la información generan un tercer espacio público, el mediático, que es en cierto modo un metaespacio que modifica profundamente la naturaleza y el funcionamiento de los dos anteriores. La transformación más relevante es la del abandono de la crítica racional y su sustitución por una opinión difusa, resultado de la agregación de datos, comentarios y juicios de estatus discutible. Y así la comunicación política que es la que, según los especialistas -Roland Cayrol, Donimique Wolton, Danin Nimo. Keith Sanders, etcétera- deriva de la interacción entre los políticos, los periodistas, los institutos de encuestas/sondeos y los intelectuales se ve radicalmente afectada por el proceso de mediatización. Limitándonos a estos últimos, su entrega a la espectacularidad los ha convertido en difusores de mostrenqueces, recitadores de insignificancias, en saltimbanquis del pensamiento. De esa contaminación mediática, unos por ambición y otros por frivolidad, no nos hemos salvado casi nadie, ni los literatos best sellers, ni los profesores del jet-lag. A los incontaminados los hemos hecho, pese a su excelencia, anónimos, invisibles. ¿Quién que no sea de su gremio sabe hoy quiénes son Joan Massagué, Javier Muguerza, Juan Antonio Carrillo, Francisco Fernández Buey, Josep Fontana, Ana Cabré, Manuel Garrido y ese corto pero sustancial etcétera gracias al cual podemos decir todavía que en España se piensa?

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