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Columna
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El río que nos lleva

Antonio Elorza

El río que nos lleva es el título de una hermosa novela, escrita por un profesor de la Complutense que explicaba economía de un modo admirable y que acabaría poniendo en práctica su personal 68 para acabar dedicándose por entero a la creación literaria. Era el relato del fin de un tiempo de armonía entre el hombre y la naturaleza, con el último viaje de transporte de troncos por un río sobre el que va a ser construida una presa.

La metáfora puede aplicarse a la actual situación política. En el cuarto de siglo de democracia, la sociedad española ha experimentado una impresionante transformación en todos los órdenes, y salvo la incidencia del terrorismo de ETA, parecían logrados los objetivos que fueron cobrando forma -y fracasando una y otra vez en la práctica- desde la época del reformismo ilustrado. Por fin los agentes de modernización a que aludiera Ortega, pudieron desplegarse plenamente. Los sueños de Jovellanos, Peñaflorida y Goya enlazan con la realidad de un bienestar y de una cultura ampliamente difundidos, e incluso con las pesadillas bien administradas de Almodóvar. Son logros que alcanzan aún mayor significación si tenemos en cuenta que se registran en el marco de un mundo en retroceso, cada vez más alejado de las expectativas utópicas de los años sesenta.

Si nos atenemos al discurso oficial, no existen motivos para el pesimismo. La presa capaz de interrumpir el curso de las aguas es una criatura imaginaria de la derecha. Leyendo el reciente artículo de Ignacio Sotelo, nos encontramos en el primer año triunfal de la presidencia de Zapatero. Otra vez España va bien. El nuevo Estatuto de Cataluña ha sido un éxito, salvando todas las dificultades, y hasta a Maragall le espera un buen futuro. Por supuesto, Sotelo presenta el balance positivo del Estatut a modo de indiscutible evidencia "dentro de márgenes aceptables". Y luego espera que en Euskadi con paciencia se registre otro éxito.

Sin embargo, las cosas son más complicadas y no es seguro que la demostración magistral de habilidades tácticas en ambos casos, sea suficiente para evitar el surgimiento de la presa y cortar el flujo de una corriente que ahora entra de todos modos en zona de rápidos.

El coste de la convergencia de los partidos nacionalistas y de la guerra a muerte con el PP es que no existe por el momento posibilidad de que la reforma del Estado sea llevada a cabo tras la discusión entre los dos grandes partidos. Parafraseando al autor de la segunda parte del Guzmán, por hacer Cataluña y Euskadi, corremos el riesgo de desgarrar, ya que no de deshacer España. Y no sólo en las posiciones políticas, sino en la articulación de las decisiones políticas al deslizarse la forma de Estado hacia una confederación asimétrica, donde cada comunidad intentará maximizar sus ventajas sin preocuparse del interés del todo. En otro sentido, la metáfora fluvial recobra actualidad con el espectáculo de las distintas comunidades que proclaman la soberanía sobre los recursos hidráulicos. El Guadalquivir "es irrenunciable", proclama Chaves en nombre de la "realidad nacional" andaluza. Del Ebro van a hacerse parcelas. A cada uno, lo suyo. Un síntoma de lo que el nuevo escenario político posautonómico puede ofrecer. El Estado no va a romperse, tampoco el idioma español desaparecerá de Cataluña, pero difícilmente se logrará preservar el grado de coordinación y de solidaridad interterritorial hoy vigente. Y mal puede imaginarse que la negociación en Euskadi deje de tener costes en el camino de la autodeterminación si el PSOE sigue su carrera en solitario y busca el acuerdo como prioridad en sí mismo, sin perfilar de antemano, repitiendo el error de Cataluña, su propuesta de cambio político. El fin de ETA tiene una extraordinaria importancia, lo que el PP parece ignorar; ahora bien, es una gran ingenuidad pensar que sólo con paciente espera para la segunda mesa la presión soberanista se desvanecerá.

Claro que la pasión por la táctica de Zapatero y nuestro PSOE, confirmado además en su calidad de partido de disciplina leninista, se carga de razón a la vista de la oposición agresiva y primaria del PP. Si la política de ZP puede suscitar preocupación, la de Rajoy causa estupor. Nadie contribuye más que su partido a alzar la presa.

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